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Hambre de sentido común

Si los prejuicios tuvieran proteínas, en México no habría hambre, ni desnutrición. El problema es que los prejuicios no tienen mayor contenido alimenticio y vivimos en un país donde más de 7 millones de personas no consumen las calorías suficientes para sobrevivir. Esta semana, el gobierno federal anunció una lucha nacional contra el hambre. Qué bueno que esta desgracia nacional sea un tema de máxima prioridad. Qué lástima que los discursos y estrategias no incluyan soluciones de fondo al problema. Una verdadera campaña contra la pobreza alimentaria deberá partir de una cruzada nacional contra los prejuicios políticamente correctos. En un tema tan complejo de política pública no hay pócimas mágicas con remedios inmediatos. Sin embargo, dos de las soluciones más poderosas al problema están fuera de la discusión: la migración y los alimentos genéticamente modificados.

“La densidad urbana es el camino más corto entre la pobreza y la prosperidad”. Esta es una de las conclusiones centrales del libro El triunfo de las ciudades del profesor de Harvard Edward Glaeser. La correlación entre urbanización y prosperidad es casi perfecta alrededor del mundo. Si un país aumenta 10 por ciento el porcentaje de población que vive en ciudades, la generación de riqueza nacional crece en un 30 por ciento. Las ciudades no crean pobreza, sino que atraen a los pobres a buscar un mejor nivel de vida. China sacó de la miseria a más de 400 millones de personas en dos décadas. Esta revolución de la prosperidad hubiera sido imposible sin la migración masiva hacia las ciudades costeras.

Acompaño esta evidencia con una cita textual del gobernador César Duarte, durante un discurso en la ceremonia de lanzamiento de la Cruzada Nacional contra el Hambre: “En Chihuahua he evitado la migración masiva, de las familias serranas a las ciudades. Si algo tenemos claro, es que estos pobladores no abandonan sus comunidades porque quieran. Lo hacen porque no les queda de otra. Enfrentarse a lo desconocido, a la discriminación, al mal trato, a renunciar a su querencia, a su tierra y a sus raíces”. La ley de la probabilidad nos dice que esos mexicanos, a los que el gobernador Duarte ayudó a no migrar, seguirán siendo pobres al final del sexenio de Enrique Peña Nieto.

La geografía es destino y va como ejemplo San Juan Tepeuxila, en Oaxaca. En este municipio el 97 por ciento de la población vive en condiciones de pobreza, su tasa de mortalidad infantil es superior a la de Zimbawe y su PIB per cápita es semejante al de Ghana. Las políticas contra la pobreza se deben enfocar en las personas y no en los lugares. A menos que suceda un milagro, las personas que se queden en San Juan Tepeuxila están condenadas a la miseria.

Vamos sobre el otro prejuicio que alimenta la pobreza: los alimentos genéticamente modificados. A mediados del siglo XX, México fue líder de una revolución tecnológica en la agricultura. El líder de este movimiento fue el agrónomo gringo y Premio Nobel de la Paz, Norman Borlaug. Con investigación en patología y genética, el trabajo de Borlaug multiplicó la productividad del campo mexicano. Hoy casi el 80 por ciento de los núcleos de explotación agrícola en México son minifundios de menos de cinco hectáreas. Los dueños de esas reducidas propiedades agrícolas deben aparecer en los padrones de beneficiarios de programas contra la pobreza. La mejor manera de aumentar la productividad de estos minifundios y reducir la pobreza de sus dueños es seguir el ejemplo que, hace medio siglo, Borlaug le dio al mundo: abrazar el cambio tecnológico en la agricultura. El reciente éxito económico de Brasil sería inexplicable sin el uso de la biotecnología en su producción agrícola. Si de verdad queremos ayudar a los mexicanos más pobres, debemos enterrar nuestros prejuicios, promover la migración a las ciudades y empezar a sembrar cultivos genéticamente modificados. México necesita un Pacto por el Sentido Común, pero en nuestro país la lógica y la evidencia causan más controversia que consenso.

@Imcomx