Artículo

Vacas, camellos y conejos

Lo perfecto es inhumano. La posibilidad de errar es un rasgo inherente de nuestra naturaleza. Tal vez en el arte, nuestra especie ha logrado alcanzar, de vez en cuando, un parámetro de lo inmaculado. Dice la historia que el artista Miguel Ángel le dio un martillazo a su Moisés de mármol para exigirle a la piedra que también hablara. El inmodesto escultor veía su obra tan perfecta, que tenía la esperanza que la efigie tuviera buena pronunciación del italiano.

Hay genios más modestos. Gabriel García Márquez dice que él no termina de escribir sus novelas, sino que las abandona. Si el Nobel colombiano relee un texto suyo, le dan unas ganas irrefrenables de quitar comas o enderezar adjetivos. Si García Márquez no se resignara a la imperfección, Cien años de soledad seguiría en su enésima ronda de correcciones. De niño, yo estaba seguro que Star Wars era una película perfecta. Para no contaminar ese juicio cinematográfico con los aburridos criterios de un espectador adulto, decidí jamás volver a ver el largometraje que marcó mi infancia. Llevo 30 años sin ver la obra cumbre de George Lucas. En mi memoria, sigue siendo la experiencia fílmica perfecta. Lejos del arte, en otras profesiones y oficios la perfección es un estado todavía más inaccesible. Al mejor cirujano se le va un apéndice y al portero más experimentado también se le escurre un balón entre piernas.

El ejercicio de gobierno es una de las actividades humanas más proclives a la imperfección. Toda estrategia de política pública es una constante lección de humildad. Del diseño de un proyecto en el pizarrón a su aplicación sobre la banqueta, siempre hay un abismo. Se dice que el dibujo de un camello es el resultado de un comité de burócratas que se reunió para pintar el retrato de un conejo. Muchos objetivos loables de política pública acaban malogrados por una torpe planeación o una mala ejecución.

Según una verosímil leyenda de la burocracia mexicana, corría la década de los setenta del siglo pasado, cuando un ilustre funcionario de agricultura decidió importar vacas suizas para lograr que Tabasco fuera la principal región productora de leche en el país. En el papel, el plan parecía sensato. Las vacas pertenecían al mejor ganado del mundo y serían alimentadas de finas alfalfas para inspirar sus ubres. El proyecto fue un fracaso. Ningún funcionario consideró las diferencias de clima entre los alpes suizos y el bajo Grijalva. La mayoría de los animales murió de deshidratación.

Toda política pública es un esfuerzo humano que involucra un alto margen de error. Las decisiones de gobierno, desde una declaración de guerra hasta un programa de vacunación, deben tener objetivos claros y evaluaciones periódicas que permitan medir su nivel de éxito. Si no se evalúan los programas, no conoceríamos el trágico destino de las vacas suizas. México ha dado pasos muy importantes para construir instituciones que permitan evaluar los resultados de los programas del gobierno federal.

La creación del Consejo Nacional de Evaluación (Coneval) y las auditorías de desempeño que realiza la Auditoría Superior de la Federación nos permiten tener información sobre el impacto de los distintos programas de gobierno. Sin embargo, mucha de esta información es ignorada por los diputados a la hora de asignar el Presupuesto. En San Lázaro, se les otorgan recursos a programas mal evaluados y se pichicatean fondos a proyectos que han dado buenos resultados. El asunto es tan absurdo que hay una iniciativa de ley para obligar a los diputados a tomar en cuenta los resultados de las evaluaciones a la hora de discutir el Presupuesto. Es como obligar a un capitán de barco a utilizar una carta de navegación para cruzar el Atlántico. En lugar de aprobar el gasto público con la brújula de las evaluaciones, los diputados se dejan guiar por la inercia de presupuestos anteriores y los intereses de los gobernadores. Que nadie se sorprenda si gastamos con las patas y los conejos son mamíferos con orejas cortas y doble joroba.