En noviembre pasado, el Council of Foreign Relations organizó en Nueva York una conferencia para celebrar 200 años de relación bilateral entre Estados Unidos y México. Los panelistas principales eran los respectivos embajadores de los dos países: Carlos Pascual y Arturo Sarukhán. Un lector que revise la transcripción del evento tendrá problemas en distinguir cuál de los dos conferencistas era el defensor más vehemente de los intereses nacionales. Sarukhán cumplió cabalmente con su doble papel de expositor y representante de nuestro gobierno en Washington. Sin embargo, Carlos Pascual también resultó un elocuente abogado del punto de vista mexicano.
“Estados Unidos tiene que reconocer la importancia de México…”, afirmó Pascual. “Nos olvidamos que es nuestro segundo socio comercial en el mundo. Nos olvidamos que exportamos más a México que a China… Me he reunido con cada una de las grandes empresas, ya sea Ford, General Motors, Chrysler, General Electric, Intel o Cisco y me ha impresionado fenomenalmente cómo la integración del diseño y la producción (entre los dos países) ha reducido las estructuras de costos y ha aumentado la competitividad y la capacidad de exportación de Estados Unidos”.
Sobre el tema de la seguridad pública, Carlos Pascual opinó: “Ciudad Juárez es el lugar más violento del hemisferio occidental. Sin embargo, como país México tiene una tasa de homicidios de 14 por 100 mil habitantes, que es menor que Brasil con 25 por 100 mil habitantes”. Cuando le preguntaron si la violencia en México se había desbordado al norte de la frontera, Pascual respondió: “Las cuatro ciudades más seguras de Estados Unidos, con más de medio millón de habitantes, son San Diego, Phoenix, El Paso y Austin. La última vez que vi (un mapa) todas estaban en la frontera”. Al tema migratorio le dedicó una larga exposición, donde analizó los argumentos éticos y económicos a favor de formalizar la presencia de millones de compatriotas que viven ilegalmente en Estados Unidos. Por casi dos años, nuestro país tuvo dos embajadores ante el pueblo estadounidense, un diplomático mexicano con apellido de origen armenio y un cubano-americano con pasaporte gringo. Con la renuncia de Carlos Pascual, México ha perdido a un aliado en un puesto clave.
El mayor pecado del emisario norteamericano fue hacer su trabajo. Desde el nacimiento de la diplomacia en las cortes europeas, se presuponía que el sigilo y la discreción eran condiciones necesarias de la correspondencia entre los monarcas y sus emisarios en reinos extranjeros. WikiLeaks hizo públicos reportes diplomáticos que se suponían confidenciales. En Italia, la embajada gringa narró las francachelas de Silvio Berlusconi. En Argentina, los emisarios del Tío Sam pusieron en duda la salud mental de la presidenta Cristina Kirchner. Ni en Buenos Aires ni en Roma el affaire de WikiLeaks ha derivado en una crisis diplomática.
Imaginemos que Barack Obama viniera de visita al Distrito Federal y en una reunión con periodistas nacionales dijera que le ha perdido la confianza al embajador mexicano Arturo Sarukhán. La designación o remoción de un representante diplomático es un derecho soberano de cada nación. Si Obama pidiera la salida de nuestro embajador en Washington, se percibiría, con razón, como una intromisión inadmisible en los asuntos internos de nuestro país.
El presidente Felipe Calderón optó por transgredir las reglas del protocolo y el respeto al hacer pública su descalificación del embajador de Estados Unidos. La misma manifestación de descontento se pudo hacer de forma más discreta y privada. Sin embargo, el mandatario mexicano optó por seguir el ejemplo de WikiLeaks y difundió confesiones íntimas de gobierno que debieron permanecer en el ámbito confidencial. Aún es temprano para anticipar el saldo de este error en la relación bilateral, también es ingenuo suponer que el acto de descortesía no tendrá ninguna consecuencia.