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El manual del dictador

Este no es un libro para personas que quieran refrendar sus esperanzas sobre la nobleza del espíritu humano. El manual del dictador es una vacuna contra la ingenuidad, un compendio de las reglas e incentivos que determinan el comportamiento de los políticos profesionales. Los autores, Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith, dedican el libro a sus dictadores preferidos.

La verdad más incómoda del texto es que las reglas que contiene son igualmente útiles para el tirano que para el demócrata. El autócrata genocida y el estadista visionario pueden leer del mismo párrafo y encontrar reflexiones útiles y relevantes para su respectiva circunstancia. Bajo una cruda radiografía, el empeño de la política se sintetiza en dos ambiciones elementales: la conquista y preservación del poder. El bien común, si se llegará a dar, es sólo un efecto secundario de esa ansia por imponer la voluntad propia sobre las personas y las cosas. Esto no es una manifestación de egoísmo o maldad, sino un rasgo inherente de la naturaleza humana. La gran mayoría de los oficios y profesiones no están basados en un afán altruista. En principio, el ingeniero, la contadora o el mecánico no escogieron sus biografías profesionales con el propósito de avanzar los intereses del prójimo, probablemente los políticos no son muy distintos. La búsqueda de la prosperidad colectiva, sincera o fingida, es una narrativa útil para alcanzar el fin último de afanarse al poder.

Para entender la política es necesario desechar la noción de que un líder puede actuar o decidir de forma unilateral. Hasta en una monarquía absoluta, el Rey tiene que negociar y ceder una parcela de poder a los grupos que lo sostienen en el cargo. Esta premisa es válida tanto para José Stalin, Gengis Khan, Benedicto XVI o Barack Obama: nadie puede gobernar aislado. Ningún hombre es una isla, mucho menos aquel que ejerce una posición de autoridad.

La propia historia del presidencialismo mexicano está construida en torno al mito de un monarca absolutista que gobernaba por sí solo los destinos de la nación durante un sexenio. Sin duda, la figura presidencial tuvo un peso determinante en el país que fuimos durante el siglo pasado. Sin embargo, el Primer Mandatario no ejercía un poder sin límites, sino el liderazgo de una compleja coalición de fuerzas políticas y económicas. En una serie de entrevistas que realicé para mi tesis doctoral, me tocó la oportunidad de platicar con funcionarios de la Secretaría de Hacienda que realizaron la reforma fiscal de 1980. En este profundo cambio al sistema tributario se cancelaron docenas de impuestos estatales y se creó el IVA. Lo que más me llamó la atención de aquellos testimonios fue el recuerdo de los funcionarios, sobre lo extenuantes y prolongadas que resultaron las negociaciones con gobernadores, sindicatos y empresarios. Era el cenit del poder de José López Portillo. El PRI tenía mayoría absoluta en ambas Cámaras del Congreso y el Gran Tlatoani se tardó cerca de dos años en negociar los detalles de una reforma fiscal. Si la leyenda del poder absoluto hubiera sido cierta, el Presidente habría podido imponer de forma unilateral el nuevo sistema impositivo. Falta escribir la historia del presidencialismo mexicano, donde el Titular del Ejecutivo es un hombre poderoso, más no todopoderoso, cuya principal responsabilidad era administrar los intereses y conflictos de una diversa red de actores con peso e influencia.

Los mexicanos nos aprestamos a votar para elegir al president@ de la República. En nuestra cita con las urnas conviene recordar una premisa clave del Manual del dictador: en nuestra mente y en la boleta vamos a optar por individuos con nombre y apellido, pero nadie ejerce el poder de forma aislada. Votamos por una persona, pero en realidad el poder lo ejercerá una coalición de fuerzas y acompañamientos. Entonces, la pregunta no es sólo quién nos va a gobernar, sino con quién va a gobernar. Por cierto, los autores dedicaron el libro a Arlene y Fiona, sus respectivas esposas.