En 2014 la policía brasileña comenzó una investigación rutinaria de lavado de dinero que terminó con la captura de Alberto Youssef, un criminal de bajo perfil que había sido arrestado ya en nueve ocasiones. Durante los siguientes tres años, dicha investigación evolucionó en la que ahora conocemos como la Operación Java Lato (Operación Autolavado), la cual desenmascaró un gigantesco esquema de corrupción en Petrobras que involucraba a más de 80 políticos, incluyendo senadores, diputados, líderes de partido y secretarios de Estado.
La crisis política y social que desencadenó el escándalo fue tal que propició la destitución de la entonces presidenta Dilma Roussef. Por si fuera poco, a raíz de la captura de Marcelo Odebrecht, uno de los empresarios involucrados en el escándalo de Petrobras, fue posible constatar un esquema de sobornos que involucra a funcionarios de alto nivel de diez países de América Latina.
¿Cómo es que una investigación común de lavado de dinero se transformó en el escándalo de corrupción más grande del continente? La respuesta es simple: las autoridades brasileñas centraron su investigación en las redes de corrupción, no en individuos ni acciones aisladas.
En cambio, en México, fue necesaria la investigación de autoridades extranjeras para la captura de un exgobernador prófugo por más de cinco años; mientras, la esposa de otro exgobernador que claramente fue partícipe de desvíos multimillonarios sigue en libertad. Además, las autoridades ignoran las investigaciones extranjeras que exhiben a fiscales ligados con el narco, desfalco de exgobernadores y funcionarios de Pemex recibiendo sobornos.
¿Qué estamos haciendo mal? Es claro que existe una falta de compromiso e interés de las autoridades para combatir de frente a la corrupción. Incluso en los pocos casos que sí se investigan y sancionan, las autoridades repiten un patrón de comportamiento: concentran sus esfuerzos en las acciones de dos o tres individuos. No obstante, al investigar casos de corrupción, ir exclusivamente por un pez gordo no suele ser la mejor estrategia.
En México, creemos que Javier Duarte fue capaz de desviar miles de millones de pesos y escapar a otro país con la complicidad de un puñado de personas (aún impunes por cierto), mientras que en Brasil ahora saben que para desfalcar el presupuesto se requiere de cientos de cómplices articulados bajo una red de corrupción. A tres años de iniciada, la operación Java Lato ha producido 270 denuncias formales, 198 arrestos y la recuperación de miles de millones de reales brasileños.
Una red de corrupción es un conjunto de individuos que organizan sus acciones y sacan provecho de sus cargos en torno a un único fin: desviar recursos públicos para favorecer intereses privados. Es necesario comprender que cuando se acusa a Javier Duarte, César Duarte, Roberto Borge y demás exgobernadores de robar miles de millones de pesos, no significa que estos personajes hayan entrado a las tesorerías de sus respectivos estados para sacar el dinero en maletas: no es tan fácil. Para que la corrupción funcione es precisa la organización de estructuras complejas.
Un gobernador necesitaría de por lo menos una bancada de legisladores que modifique leyes de compras públicas y responsabilidades administrativas para permitirles operar con un mayor margen de acción. Requeriría, también, del apoyo de la entidad de fiscalización superior para asegurarse de que no audite los rubros del gasto que están siendo desfalcados, o que de hacerlo, no emita alerta alguna. Posteriormente, deberá de elegir la modalidad de corrupción de preferencia.
En los últimos años, la adjudicación de contratos a empresas fantasma ha sido una de sus técnicas preferidas. Para tal efecto, el gobernador habrá de apoyarse en uno o varios notarios que constituyan las nuevas empresas, una decena de prestanombres o familiares que operen como socios de ellas, y una serie de domicilios para registrarlas. Necesitará también de la complicidad de sus secretarios de Estado para asegurar que el dinero fluya hacia programas en específico, y por último, de los funcionarios encargados de realizar las compras públicas para asegurar que sean sus empresas las ganadoras de los concursos.
Un ejemplo de lo anterior es el caso de las 21 empresas fantasma que Javier Duarte utilizó para desviar recursos de 73 procesos de compra pública por un total de 645 millones de pesos, según lo documentado por Animal Político. No se entiende el éxito de una operación de esta magnitud sin la participación de varias docenas de personas; individuos que no actúan pro bono, sino que se les paga con cargos públicos, sobornos o apoyos electorales. Es verdad que Duarte fue el principal artífice y beneficiario de dicho esquema, pero es primordial revelar y desmantelar la red por tres principales razones.
En primer lugar, ignorar la existencia de una red significa exonerar a todos los involucrados. Quedarían en libertad funcionarios públicos de todos los niveles que seguirán en sus cargos y probablemente reincidan en sus comportamientos. En segundo lugar, identificar a todos los miembros de la red permite armar un mejor caso en contra de los peces gordos. En las investigaciones brasileñas, la mayoría de las grandes figuras cayeron gracias a los testimonios y evidencia aportada por funcionarios de mandos medios que llegaron a acuerdos con la fiscalía. Por último, descubrir a la red permite conocer las técnicas de corrupción empleadas.
Generalmente, las técnicas de corrupción son compartidas y copiadas por los actores políticos. Podemos decir con certeza que empresas fantasma con esquemas similares han operado en otros estados de la república. Si el modus operandi de las redes es descubierto, es posible detectar casos similares y, sobre todo, prevenirlos. Si el ataque a la corrupción se da por concluido con la captura de un pez gordo, lo más probable es que otro ocupe su lugar con las mismas estructuras y patrones de comportamiento que su antecesor.
¿Qué tiene Brasil que no tenemos nosotros? Además de una comprensión distinta de la corrupción, Brasil cuenta con ciertas características institucionales que facilitaron la investigación. En primer lugar, el Ministerio Público en ese país (el equivalente a la Procuraduría General en México) ha logrado una verdadera autonomía de los tres poderes de gobierno. Esta le ha permitido profundizar en casos sensibles para la clase política sin temor a represalias presupuestales o de nombramiento. Si bien en México estamos en un proceso de transición hacia la creación de una Fiscalía General con una autonomía similar, este proceso se ha visto empantanado por negociaciones políticas respecto al nombramiento o “pase automático” del primer fiscal general. El Ministerio Público brasileño cuenta con dicha autonomía desde 1988.
En segundo lugar, Brasil cuenta con una figura de fuero distinta a la de nuestro país. Mientras que en México se requiere de un juicio político a cargo del poder legislativo para permitir sujetar a proceso a ciertas figuras políticas, en Brasil es la Corte Suprema quien decide sobre la inmunidad de los investigados. Es decir que, en México, la decisión de quitar o mantener la inmunidad de un legislador recae en sus propios compañeros de oficio e incluso de partido político, mientras que en Brasil corresponde a un poder totalmente ajeno. No es de sorprender entonces que en México prevalezcan las negativas a juicio político, como el solicitado para el tesorero de Javier Duarte, Tarek Abdalá, mientras que en Brasil se le ha quitado la inmunidad a más de cincuenta políticos en una sola decisión.
Por último, en Brasil han aprovechado los incentivos que permiten sus leyes para que los incriminados lleguen a acuerdos con las autoridades a cambio de información. Investigar casos de corrupción sin la participación de informantes o “whistleblowers” es prácticamente imposible. No obstante, durante la discusión de las leyes anticorrupción en México, el PRI se opuso a la instauración de mecanismos que incentivaran las denuncias o los acuerdos entre incriminados y autoridades.
La impunidad de funcionarios corruptos en México deriva en gran medida de las investigaciones que se concentran en atrapar a un pez gordo para provocar revuelo mediático, ya sea para apaciguar el humor social o como estrategia electoral. Pero para acabar con los niveles de corrupción sistémica que tiene el país es necesario transitar a una mejor comprensión del funcionamiento de las redes de corrupción.
Sin duda alguna es reconfortante ver a un criminal como Duarte tras las rejas, pero la corrupción no termina cuando uno o varios gobernadores son arrestados: termina con el desmantelamiento de las estructuras e instituciones que facilitan su operación. Si nos concentramos en el individuo y olvidamos a las redes, no será posible llevar a todos los involucrados a la justicia; no tendremos nada cercano a una Operación Java Lato. Pero lo peor de todo es que no podremos prevenir el nacimiento de nuevas redes, y la aparición de nuevos Duarte, Padrés, Borge, Moreira, Yarrington o Femat será cuestión de tiempo.
Publicado por Letras Libres
03-05-2017