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Entre Keynes y la autonomía

FOTO: GALO CAÑAS/CUARTOSCURO.COM

En el argot económico, las políticas fiscales y las monetarias se conocen como políticas de demanda. Es decir, tienen la capacidad de alterar los bienes y servicios que se demandan en una economía, pero no necesariamente logran alterar —incrementar sería lo deseable— la capacidad productiva. Ambas afectan el desempeño económico, y todo lo que ello implica como salarios, precios y producción, pero en el corto plazo, porque para cambiar lo que realmente puede producir una economía se necesitan cambios más de fondo, cambios estructurales cuyo impacto se ve conforme pasa el tiempo.

Ambas políticas deben hacerse a sabiendas de los riesgos y los beneficios que cada una conlleva. Ninguna es inocua. Son un poco como los antibióticos, pueden resolver un padecimiento si están bien recetados, pero es probable que tengan algún efecto secundario. Incrementar el gasto público en una época de desaceleración o franco estancamiento puede reactivar la producción, mejorando los niveles de empleo; pero su impacto podría ser temporal y existe la posibilidad de que los precios suban como consecuencia, mitigando —o en ocasiones eliminando— los beneficios que el antibiótico fiscal pudo haber generado.

Si la política fiscal tiene su grado de complejidad, el de la política monetaria es significativamente mayor. Decidir cómo y cuánto gastar, cómo y cuánto gravar y cómo y cuánto endeudarse no es tarea trivial. Mientras se van tomando esas decisiones se van afectando los incentivos (ese término del que no podemos prescindir los economistas) y modificando la conducta de la gente.

La política monetaria tiene su grado de ciencia, pero mucho más de arte. Es más complejo saber cuánto dinero se tiene que poner en la economía para no frenar su crecimiento, pero sin generar inflación, el equilibrio importa y es difícil de alcanzar. No solo debe considerar las condiciones actuales de una economía, debe tener estimados del crecimiento futuro y de las expectativas que tienen todos los agentes económicos, incluyendo, desde luego, la población en su conjunto. En economías integradas, como el caso de México con el bloque norteamericano, los objetivos del banco central tienen que considerar también el desempeño de los socios comerciales y reconocer el vínculo que existe entre las políticas monetarias de países entre los que hay un intercambio comercial relevante. Y entre tantas cosas a considerar, el banco central deberá cumplir con su función más importante: mantener el poder adquisitivo de la moneda.

La inflación es el impuesto más regresivo que existe. Afecta más a quienes dedican más fracción de su ingreso al consumo y a quienes mantienen su riqueza —sea la que sea— en efectivo. Pocos fenómenos tan complejos y nocivos para una sociedad como una inflación desbordada. En este sentido, la autonomía del banco central, de Banco de México en nuestro caso, es fundamental. La política monetaria tiene que mantenerse separada de la fiscal. La fiscal no puede girarle instrucciones a la monetaria, ni viceversa. La política fiscal puede cambiar sus objetivos para que sean acorde al Gobierno en turno, ojalá que siempre sea considerando la estabilidad económica como un propósito intrínseco; pero la política monetaria tiene que trascender administraciones. No debe de responder al Ejecutivo, debe de responder al país. 

Banco de México se ha caracterizado incluso desde antes de ganar su autonomía por ser un gran formador de talento. El desarrollo de la capacidad técnica necesaria ha ido de la mano de la complejidad de su tarea. Sus perfiles deben de ser técnicos. Deben de tener la capacidad de analizar datos, cifras, situaciones complejas, deslindándose de filias y fobias políticas. Tarea difícil, sin duda.

El presidente López Obrador formalizó un anuncio que ya se esperaba. Ante el término del periodo del gobernador actual Alejandro Díaz de León, el presidente señaló que propondría al Senado el nombramiento del actual secretario de Hacienda, Arturo Herrera, para el cargo que quedará vacante en diciembre. No entiendo la necesidad del presidente de hacer un anuncio de esta magnitud seis meses antes de que se cumpla el plazo. El anuncio tan anticipado me parece contraproducente para las agendas de ambas instituciones.

Arturo Herrera ha mostrado ser un secretario acomodaticio a los deseos del presidente. En los meses más complicados del 2020 era indispensable otorgar más apoyo fiscal. Con las cifras de empleo, de pobreza, de caída en ingresos, de muertos por covid, para cualquiera era evidente la necesidad de más apoyo, sin caer en el falso cuento del no endeudamiento. Supongo que el secretario lo sabía, quizás el presidente no lo escuchó.

Sabemos también que las políticas de austeridad implementadas por la actual Administración serían la envidia de cualquier libro de texto neoliberal. Pero sabemos, también, que esos recortes no solo han costado en eficiencia y capacidad, también han costado vidas. El manejo “ligero” de las cifras por parte del secretario de Hacienda lanzó algunas señales de alarma. Baste recordar que en la clausura de la Convención Nacional Bancaria en marzo aseguró que para mayo ya habría 80 millones de mexicanos vacunados. En la política monetaria no pueden cometerse esas ligerezas. La precisión es clave.

La operación de Banco de México se da a través de su junta de gobierno, siempre apoyada por un equipo con conocimiento técnico innegable. Espero que a través de la gobernanza que tiene una de las instituciones más relevantes de México se mantenga la autonomía y la independencia del banco central. No es exageración. Si esa autonomía e independencia se perdieran en la práctica, el deterioro inflacionario llegaría tarde o temprano. México no necesita regresar a eso.

Ya no alcanzan estas líneas para opinar sobre el cambio en la secretaría de Hacienda. Basta mencionar que un poco de keynesianismo, en épocas de crisis económica, podría caer bien, porque al final del día, para citar a los grandes, en el largo plazo todos estamos muertos.

Publicado en El País

10-06-2021