En los últimos días la conversación en torno a la política fiscal que podría seguir el próximo gobierno federal ha sido abundante. No deja de sorprender que la estructura de la argumentación sea muy similar a la que vimos hace seis años en la antesala del gobierno de López Obrador. En dicha retórica abundan elementos que caracterizan, al menos en el discurso, a una política fiscal restrictiva que se asocia con cierta prudencia en el manejo de las finanzas públicas. Destacan tres: a) la reducción del gasto en ciertos ramos administrativos del gobierno federal; b) la reducción de la deuda del sector público federal como porcentaje del PIB; y c) el incremento en la recaudación a través de mejoras en la estructura de cobro de los impuestos vigentes sin modificar las tasas estatutarias.
Hace seis años, la probabilidad de ejecutar estas tareas lucía complicada en virtud de la magnitud del gasto que representaban los programas de transferencias directas. Ciertamente hubo un esfuerzo para reducir el gasto asignado a otras tareas, sobresaliendo los sueldos y prestaciones de los servidores públicos, sin embargo, el gasto total del sector público como porcentaje del PIB se incrementará durante el sexenio por las responsabilidades adquiridas con respecto a dichos programas sociales y los proyectos de inversión. Este incremento será de aproximadamente 3.8 puntos del PIB, pasando de 23.1 por ciento en 2018 a 26.9 por ciento al cierre de 2024, de acuerdo con las estimaciones de la Secretaría de Hacienda.
Por otra parte, la deuda pública como porcentaje del PIB, medida a través del Saldo Histórico de los Requerimientos Financieros del Sector Público (SHRFSP), que contempla a favor el monto de los activos financieros, se incrementará durante el sexenio en 6.6 puntos, al pasar de 43.6 por ciento en 2018 a 50.2 por ciento en 2024. Una parte de este incremento se debe al uso de diferentes activos financieros, como los fideicomisos y los fondos de estabilización, y el complemento se explica por el incremento en el endeudamiento neto del gobierno federal, que resulta de un crecimiento del gasto por encima de los ingresos.
Quizás la parte en la que el resultado fue más halagüeño fue por el lado de la recaudación. Para los ingresos tributarios se espera un incremento en el sexenio de 1.9 puntos del PIB, pasando de 12.7 por ciento del PIB en 2018 a 14.6 por ciento al cierre de 2024. De este incremento, 0.5 puntos provienen del IEPS a combustibles, por lo que las medidas tomadas por el lado del sistema renta y el cobro de IVA han permitido un incremento en la recaudación de 1.4 puntos del PIB. La mayor parte de estas medidas fueron posibles por las alternativas disponibles a partir de la reforma hacendaria de 2013. No obstante, el margen para incrementar la recaudación aún más será mucho más estrecho si no se realizan modificaciones más profundas al marco tributario mediante una reforma fiscal.
En los últimos seis años, el discurso de la administración de López Obrador se caracterizó por una retórica restrictiva que no se trasladó a las cifras del sexenio en dos de tres casos. Un aspecto importante que alimentó la posibilidad de conseguirlo fue la posición que tenían las finanzas públicas al inicio de su sexenio. Al cierre de 2018 la trayectoria del déficit era suficientemente estable para pensar que ese plan era factible. Una métrica clave en este aspecto era el balance primario, que se refiere a la diferencia entre ingresos y gastos que excluye el costo financiero de la deuda.
Diferentes ejercicios de organismos internacionales, y resultados de la literatura académica, muestran que se requiere al menos un superávit primario de entre 0.5 y 0.8 por ciento del PIB para conseguir una trayectoria decreciente de la deuda pública. Al cierre de 2018 el balance primario era de 0.6 por ciento del PIB, el cual se incrementó un año después a 1.0 por ciento del PIB, pero paulatinamente se fue reduciendo hasta convertirse en déficit en 2021, de ahí que la trayectoria de la deuda para el sexenio haya resultado creciente.
En contraste con lo ocurrido hace seis años, la Secretaría de Hacienda estima que el balance primario al cierre del 2024 sea un déficit de 1.4 por ciento del PIB, cifra que no se había registrado en al menos tres décadas. Esto quiere decir que para que la nueva administración logre que la deuda pública se reduzca como porcentaje del PIB, requiere un esfuerzo de aproximadamente dos puntos del PIB para transformar el elevado déficit primario en un superávit suficientemente alto para cambiar la trayectoria de la deuda.
En síntesis, el discurso para reducir la deuda, que hace seis años resultaba poco factible, se ha convertido en un reto aún más complejo. Para ello, resulta indispensable que el próximo gobierno presente un plan de consolidación fiscal creíble, construido sobre supuestos macroeconómicos razonables. Dicho esfuerzo depende de propuestas por el lado del gasto, pero también del ingreso, y aunque los argumentos públicos se han alineado en esa dirección, la probabilidad de que las medidas anunciadas hasta ahora resulten suficientes es considerablemente baja. Por todo lo anterior, más allá de la retórica, si se desea comunicar un manejo responsable de las finanzas públicas es indispensable que la postura esté anclada en las cifras y no solo en los buenos deseos.
Publicado en El Financiero
27-06-2024