Los ganadores del premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas, el Nobel de Economía anunciado ayer —Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson— han enfocado sus estudios sobre el papel de las instituciones en el crecimiento económico y en la prosperidad de un país. Su premisa —grosso modo— es que las sociedades con instituciones sólidas fomentan cambios positivos y a través de éstos se logra el crecimiento. La inclusión de los grupos obliga a la conversación y al trabajo en equipo. Por el contrario, naciones con instituciones deficientes o sistemas extractivos no impulsan los cambios necesarios para avanzar ni en crecimiento ni en desarrollo.
Los estudios de Acemoglu, Johnson y Robinson se alejan en cierta medida de la economía más rígida basada en modelos de crecimiento abstractos que no considera contextos históricos. De alguna manera, regresan lo “social” a ese estudio que a veces queremos considerar como una ciencia exacta. Sin embargo, es precisamente esa distancia de lo abstracto lo que abre la puerta a las críticas. Su teoría sirve para explicar —no sé si explica del todo— por qué algunas naciones prosperan y otras no, pero no contribuye a entender evidencias exitosas de crecimiento y de desarrollo en economías que francamente contradicen su tesis de fortaleza institucional. Sus aportaciones, aún así, son innegables.
El sábado, antes de que se anunciara el Nobel de Economía, vimos en México cómo en un sentido real y figurado las instituciones mexicanas se juegan la existencia en una tómbola. Las imágenes en las que se observa cómo se acomodan las pelotitas para decidir a quiénes se despedirá el próximo año del Poder Judicial sin importar su experiencia, ni trayectoria ni conocimiento deberían de pasar a la historia como la muestra del debilitamiento institucional del país. Ojalá que la imagen de las pelotas rodando por el suelo al caérseles de las manos sea profética. En el mundo no hay, sin embargo, evidencia de que un sistema como el que México aprobó haya funcionado.
Es triste ver cómo quienes defienden el nuevo sistema —si así se le puede llamar— caen en falacias argumentativas tan absurdas como decir que el sistema anterior tampoco funcionaba. O argumentar que dado que los jueces y magistrados serán electos se convierte en un sistema más democrático. O sugerir que dado que ahora la decisión proviene de una tómbola es tanto más justo, como si el azar supiera de justicia.
Acemoglu, Johnson y Robinson han argumentado que la calidad de vida de las personas está principalmente determinada por el lugar y el momento de su nacimiento. Poco tiene que ver en ello su talento o su trabajo. Una tómbola, dirían algunos, es la que determina las enormes diferencias. Mientras tanto, aquí cedemos las decisiones a la suerte.
Las instituciones, para que funcionen, deben de adaptarse a los tiempos, pero sin perder de vista su objetivo fundamental. No deben ser tan rígidas para no evolucionar ni reconocer los cambios que la sociedad demanda, pero tampoco tan flexibles como para responder únicamente a los ciclos políticos o peor aún, a los políticos. Si una institución no cumple su propósito hay que hacer los cambios que procedan.
Demoler las instituciones no suena a la mejor idea para cimentar la prosperidad, si seguimos la línea de los galardonados con el Nobel. Ponerlas en una tómbola, tampoco, agregaría yo.
Publicado en El Universal
15-10-2024