No es extraño leer entre comentócratas y analistas que el Estado mexicano es un mal administrador de empresas. Si uno observa su historial, los resultados validarían esta idea. Los datos al segundo trimestre de 2024 también respaldan esta afirmación. Con 251.3 mil millones de pesos (mmdp) en pérdidas por parte de Pemex y 74.8 mmdp por parte de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), es difícil defender la gestión de ambas empresas.
¿Tiene el Estado mexicano una incompetencia perenne para administrar de forma profesional y eficiente las empresas de su propiedad? La respuesta obvia sería que sí. Y sería una respuesta falaz y contraproducente. México debe aspirar a tener empresas públicas que sean un modelo de gestión.
La reforma en materia de energía enviada a la Cámara de Diputados el 5 de febrero de este año tiene como objetivo transitar de la figura de empresas productivas del Estado a empresas públicas (sin ofrecer detalles sobre la nueva figura), establecer la preeminencia de la CFE sobre cualquier otro actor y limitar las posibilidades de financiamiento de infraestructura de redes eléctricas. El espíritu de los cambios propuestos es permitir tanto a Pemex como a CFE a operar con pérdidas, al eliminar el mandato de rentabilidad, así como las mejores prácticas de gobierno corporativo.
En este sentido, se estaría debilitando a las empresas del Estado. Ello no implica que las empresas del Estado no requieran reformarse. Es necesario –y urgente– hacer una reflexión sobre la reforma a las empresas estatales que México necesita.
La cuestión toral –y el pecado original de la reforma energética de 2013– fue que, a pesar de la creación de consejos de administración y comités auxiliares en ambas empresas a partir de las mejores prácticas internacionales de gobierno corporativo, la composición del máximo órgano de gobernanza se mantuvo bajo control político, con una mayoría de consejeros pertenecientes al gabinete presidencial. Las direcciones generales de Pemex y la CFE se mantuvieron como parte del gabinete ampliado. Su nombramiento se mantuvo como facultad presidencial. De ahí que la toma de decisiones sigue navegando con los vientos políticos, no con las necesidades de negocio, ni con la evolución tecnológica.
La rentabilidad de las empresas del Estado es esencial para brindar servicios públicos de calidad, por ejemplo, en la transmisión, distribución y suministro eléctrico. Sin suficientes recursos para invertir, no es posible dar un buen servicio al consumidor.
La experiencia internacional ofrece luz al respecto: la petrolera estatal noruega, Equinor, cuenta con ocho consejeros independientes de un total de diez miembros. En América Latina, la petrolera estatal colombiana, Ecopetrol, cuenta con una junta directiva de nueve miembros, de los cuales seis son independientes.
La viabilidad en el largo plazo de Pemex y la CFE requiere profesionalizar la gobernanza corporativa, que las decisiones de inversión velen por el mejor interés del negocio, no del ciclo político. Una mayoría de consejeros independientes, a propuesta presidencial y con ratificación en el Senado, sería un paso en la dirección correcta.
En el fondo, es una cuestión política. El nuevo gobierno que toma posesión en octubre contará con una fuerza y legitimidad política sin precedente en la historia reciente del país para imponerse sobre las resistencias a reformar la gobernanza de ambas empresas. Los nombramientos de los próximos titulares de Pemex y la CFE en las próximas semanas darán pistas al respecto.
Publicado en Animal Político
01-08-2024