Una de las apuestas más importantes del sexenio que comienza está en el diseño e implementación de una política industrial que resulte útil para incrementar los beneficios asociados a la integración comercial de México con sus socios, particularmente con la economía de Estados Unidos. La tarea es titánica, puesto que implica coordinar esfuerzos entre el sector público y privado, organizar la instalación y desarrollo de parques industriales, fortalecer las cadenas de proveeduría locales e incrementar la disponibilidad y calidad de todo tipo de infraestructura, empezando por la logística, energética y la de recursos hídricos.
Para lograrlo es imprescindible que el diseño de la política industrial posea los recursos suficientes desde la planificación del Estado para favorecer un entorno de certidumbre para la inversión. Ahí es donde la configuración de la política fiscal es estratégica para que el uso del espacio fiscal tenga retribuciones a mediano y largo plazo, es decir, que los recursos que se utilicen hoy para dinamizar la política industrial tengan una retribución a futuro a través de un mayor crecimiento y, por ende, más recursos fiscales a través del sistema tributario.
La lógica intertemporal es fundamental para el diseño de una política fiscal sostenible, esto es, que se ejecute de una forma que no comprometa la disponibilidad de recursos públicos en el tiempo para tareas que son indispensables de planear y coordinar desde el ámbito público. En este conjunto se encuentran servicios como la educación o la salud, pero también aspectos de seguridad pública y, no menor, la coordinación de la regulación en los sectores productivos.
En los últimos años, el Gobierno Federal ha impulsado una agenda expansiva de gasto público en los programas de transferencias en efectivo y en el apoyo a las empresas públicas del sector energético. Ambos rubros se han sumado a la presión que ya ejercían los gastos en pensiones, el costo financiero de la deuda y la estructura de transferencias que la Federación hace a los estados y municipios como parte del modelo de coordinación fiscal que tiene nuestro país.
Por esta razón, el espacio fiscal para incorporar nuevas finalidades de gasto, como la implementación de una política industrial, es estrecho. No obstante, es clave para incrementar los beneficios que puede obtener el mercado interno de las relaciones comerciales que México tiene con otros países. Por ende, hay que insistir en la importancia de implementar una nueva reforma fiscal y de revisar los criterios para evaluar las presiones de gasto que hoy enfrenta el marco fiscal.
En ese sentido, mientras siga fuera de la mesa la posibilidad de reformar el sistema tributario, nuestro escrutinio del gasto público debe incrementar y, con ello, nuestra atención al intercambio de recursos fiscales en el presente por beneficios económicos amplios para la población en el futuro. Bajo esa lupa, ¿qué deberíamos evaluar en torno al uso del dinero público para conducir la política industrial?
Son amplias las necesidades energéticas e hídricas de los proyectos productivos que requieren las empresas que operan en las industrias que más crecen en el mundo, como la de semiconductores y de gestión y almacenamiento de datos, entre otras. Asimismo, requieren una coordinación enorme entre los sectores productivos y los centros académicos para captar al talento mejor capacitado en conocimientos y habilidades.
Frente a ese umbral de alternativas, surgen cuestionamientos válidos sobre la huella ambiental asociada a la construcción y operación de estos complejos. No solo por la energía que requieren, y por ende la tecnología de generación que la debería originar, sino por las emisiones que envían a la atmósfera, la generación de desechos químicos y desperdicios electrónicos y el impacto en la biodiversidad de los lugares donde se desarrollan.