La extradición de Emilio Lozoya ha generado revuelo, no solo porque ha permitido ver a una de las figuras emblemáticas de la corrupción de gobiernos pasados bajo la custodia de las autoridades, sino también por las noticias de que posee información y videos que implican a una red de políticos mexicanos.
La detención y el inicio de un proceso judicial contra Lozoya debe ser considerada como una excelente noticia. Nadie que haya pugnado por un combate verdadero a la corrupción podría estar molesto por este hecho.
Al mismo tiempo, sería ingenuo esperar que un gobierno, de México o el mundo, desaprovechara semejante capital político en un momento de crisis. Después de todo, la detención del exdirector de Pemex y principal cara del Caso Odebrecht en México llega como una bocanada de aire fresco para una administración abrumada por las muertes y contagios de una pandemia, la crisis económica acrecentada por las medidas de distanciamiento social y la inseguridad en el país. Es normal, entonces, que un gobierno cuya principal bandera desde tiempos de campaña fue el combate a la corrupción quiera celebrar con bombo y platillo y desviar la atención del país a un caso que cuadra de manera perfecta con su narrativa.
Ahora bien, dicha narrativa solo se podrá sostener si el circo viene acompañado de justicia en el caso de corrupción más importante de las últimas décadas. La bocanada de aire fresco puede terminar ahogando el discurso anticorrupción si el caso Lozoya no es conducido de la manera adecuada. El reto en manos de la Fiscalía General de la República es gigantesco. Deberá de demostrar su autonomía armando un caso convincente contra Lozoya, y resistiendo la tentación de politizar un caso para beneplácito del presidente.
Para determinar entonces si el proceso contra Lozoya va en serio, durante los próximos meses tendríamos que ver que la construcción del caso deriva en tres principales logros: la desarticulación de redes de corrupción, y no sólo la atención de casos individuales; la reparación del daño mediante la recuperación de activos y sanciones económicas; y la corrección en los procesos de compras públicas y financiamiento de campañas electorales que eviten prácticas similares en el futuro.
Redes, no individuos
Normalmente los casos de corrupción son asociados con personajes que permanecen como villanos en el imaginario público: Rosario Robles con la Estafa Maestra, Javier Duarte en Veracruz y César Duarte en Chihuahua, por ejemplo.
Pero, aunque la responsabilidad y participación de estos personajes emblemáticos es clara, los casos de corrupción implican la participación de más personas y estructuras, ya sea amañando una licitación, aprobando un contrato a una empresa fantasma, trasladando el dinero o estableciendo empresas en paraísos fiscales a su nombre. Tan solo en la Estafa Maestra participaron más de once dependencias en esquemas de triangulación de recursos similares. En el caso Duarte en Chihuahua, el dinero desviado no tenía como único propósito enriquecer al exgobernador, sino también financiar campañas políticas.
El caso Odebrecht es muestra perfecta de esto. El esquema de corrupción fue replicado de manera casi idéntica en más de diez países de América Latina, donde, en varios casos, las redes han involucrado incluso a presidentes en turno.
Por lo tanto, es importante que para el caso Lozoya la fiscalía tenga como principal objetivo el descubrimiento y desmantelamiento de la red de corrupción. En ese sentido, la intención de llegar a un acuerdo con Emilio Lozoya a cambio de información y evidencia que permita armar casos contra otros políticos involucrados va en la dirección correcta.
No obstante, todo posible acuerdo con el exfuncionario deberá estar sujeto al resultado de las investigaciones que deriven de la información que proporcione. Si esta resulta ser falsa o insuficiente para procesar a otros implicados, Emilio Lozoya no debería de recibir ningún tipo de concesión y la fiscalía fracasaría en el intento de hacer justicia.
Hasta el momento, la información contra otros implicados se ha mantenido en filtraciones de nombres y montos. Si el seguimiento de estos casos se limita al linchamiento público, entonces quedará claro que el caso Lozoya simplemente será utilizado como panfleto político. Si, por el contrario, conduce a casos sólidos y condenas, entonces podremos hablar de un avance serio en contra de la corrupción y la impunidad.
Devolverle al pueblo lo robado
Para alcanzar justicia no es suficiente con castigar a todos los implicados; también es necesario restituir el daño. A final de cuentas, los recursos públicos desviados, o las decisiones tomadas bajo la influencia de sobornos, tienen un impacto directo en las acciones del gobierno y por lo tanto en su capacidad de atender las necesidades de la sociedad.
En consecuencia, también es importante que, durante la construcción del caso contra Emilio Lozoya y todos los demás implicados, la fiscalía busque recuperar, ya sea mediante la enajenación de bienes o mediante multas, los recursos obtenidos ilegalmente.
De lo contrario, las ganancias obtenidas mediante actos de corrupción permanecerán intactas, y los recursos que debieron haber sido utilizados para el bien de la ciudadanía jamás serán recuperados.
Para muestra, las multas y sanciones para el caso Odebrecht en Brasil alcanzaron los 2 mil 600 millones de dólares. Si bien estas sanciones fueron impuestas por el Departamento de Justicia de los Estados Unidos, gracias a su Ley de Practicas Corruptas en el Extranjero el 90% de los recursos de las sanciones será entregado al gobierno de Brasil.
Se ahogó el niño, ¿tapamos el pozo?
Por último: el funcionamiento de las redes de corrupción no es posible sin la existencia de vacíos y deficiencias en las leyes y procesos que ofrecen ventanas de oportunidad a los corruptos.
El caso Odebrecht no habría ocurrido si los contratos públicos no pudieran ser asignados de manera discrecional a proveedores previamente seleccionados, o si la regulación y revisión del financiamiento de campañas electorales permitiera detectar de manera oportuna la presencia de dinero ilegal.
La responsabilidad de cerrar y corregir los espacios de discrecionalidad en las contrataciones públicas y la presencia de financiamiento ilícito de campañas no está en manos de la fiscalía, sino que debería de ser una pieza fundamental en las políticas anticorrupción de la administración de López Obrador. De no ser así, incluso si se construye de forma adecuada un caso contra toda una red de corrupción, las oportunidades para la aparición de nuevas redes seguirían presentes.
El combate serio a la corrupción no es una cuestión de discurso, de buenos y malos, de honestos y deshonestos, sino de motivaciones y oportunidades. A final de cuentas, todo el caso Odebrecht, y gran parte de los casos de corrupción política, pueden reducirse al intercambio entre el deseo de privados de hacerse de contratos y la necesidad de políticos de financiar sus campañas. En la medida en que asignar contratos de manera discrecional siga siendo la norma y el financiamiento ilícito de campañas una realidad, estaremos simplemente a la espera del siguiente gran caso de corrupción en el país.
Publicado por Letras Libres
29-07-2020