En las últimas semanas hemos visto la espada de dos filos que representa la dependencia tan elevada que tienen las finanzas públicas del sector petrolero. Con mayores precios del petróleo vendrán ingresos adicionales para el Gobierno Federal, mientras que la presión en el precio de los combustibles deberá aliviarse con una recaudación menor de los impuestos a la gasolina y el diésel.
El Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO) realizó un estudio para estimar si el balance será positivo o negativo. Considerando escenarios con un precio promedio anual de 70, 90 y 110 dólares por barril de petróleo, se estima que las pérdidas netas, es decir, que incluyen tanto los ingresos adicionales como el sacrificio de ingresos por los estímulos fiscales, podrían ser de 119.3, 154.9 o 205.5 miles de millones de pesos respectivamente. Estos y otros escenarios dependerán del precio del petróleo y su inestabilidad, pero también de la acción del gobierno.
Las razones principales por las que esta estimación acaba en números rojos son dos. Primero, que la plataforma de producción estará entre 10 y 15% por debajo de la que se anticipó en los criterios generales de política económica establecidos en el paquete fiscal para 2022; y segundo, que este año la tasa del derecho de utilidad compartida, que es el principal componente de los ingresos petroleros del gobierno, será de 40%, no de 54% como en 2021.
El dilema que enfrenta la administración no es sencillo de resolver. Por una parte, puede asumir una pérdida recaudatoria que lo limite en sus proyectos o lo obligue a endeudarse; por la otra, permitir que los precios de los combustibles aumenten y asumir la inflación que eso implique.
Ambos lados del dilema implican costos sociales. El costo fiscal de mantener los precios de los combustibles lo más bajos y estables que se pueda es que los ingresos faltantes representan dinero que no se puede usar en obras de beneficio para los mexicanos, además de que el estímulo a los combustibles es regresivo en absoluto, es decir, que ayuda más a la población de mayores ingresos, porque esta consume más combustible. Por si fuera poco, la economía mexicana va a crecer menos que lo esperado por la Secretaría de Hacienda cuando planeó sus ingresos y sus gastos para 2022, lo que implica que la recaudación de impuestos podría ser más baja en general.
Del otro lado, la inflación, que se mantiene en niveles no vistos en dos décadas, representa una amenaza para la economía de los hogares mexicanos. Permitir el incremento del precio en los combustibles implica permitir que muchos otros precios aumenten también y eso afecta principalmente a quienes tienen menos. En febrero, la inflación general anual se ubicó en 7.28%, mientras que el índice de precios de la canasta de consumo mínimo aumentó 7.86%. En ese mes, la gasolina de bajo octanaje (la que conocemos como Magna) tuvo el cuarto lugar de mayor incidencia, de entre casi 300 bienes y servicios genéricos que componen la canasta con la que se mide la inflación.
El dilema del gobierno y el panorama en que México se encuentra no son fáciles, pero sí aleccionadores: urge una visión de largo plazo que produzca cambios profundos para evitar que la política energética siga siendo política fiscal. Hasta que eso suceda, seguiremos a merced de un precio que no podemos controlar.
Publicado en Animal Político.
24-03-2022