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EL dinero de los otros

El pintor Eugenio Delacroix utilizó a una mujer con los pechos descubiertos para retratar la libertad, en una de las imágenes clásicas de la Revolución Francesa. Con ese antecedente iconográfico, el IFE escogió a una exconejita de Playboy como representación femenina de la democracia mexicana. La dama del vestido blanco ha sido motivo de controversias y parodias, pero también es síntoma de uno de los desafíos más importantes que tiene nuestro país: el manejo de los recursos públicos. Cuando se administra el dinero ajeno, siempre existe el riesgo de relajar los controles de costo. Si los fondos no salen del bolsillo propio, es más fuerte la tentación de tirar la casa por la ventana. El gobierno, los poderes del Estado y los organismos autónomos son instituciones que precisamente sobreviven gracias a la subvención colectiva.
El debate presidencial fue un programa de televisión en estudio, de dos horas de duración, con un costo de producción superior a los 4 millones de pesos. La única manera de explicar el tamaño de la factura es una displicencia estructural en la contratación de los distintos servicios que conforman la producción. El maquillaje costó 50 mil pesos y una modelo de Playboy cumplió con la responsabilidad de pasar cuatro papelitos a los candidatos. El costo del debate puede ser trivial si se consideran las cifras monumentales que manejan los presupuestos oficiales. El problema es que esta forma de usar el dinero público es un uso y costumbre del servicio público en los tres niveles de gobierno.
Voy a una junta en una dependencia del gobierno federal. En la reunión participan unas ocho personas sentadas alrededor de una mesa en forma de herradura. Para garantizar que funcionen los micrófonos colocados frente a nosotros hay tres técnicos de sonido. La sala de juntas es pequeña y el interlocutor más lejano se encuentra a pocos metros de distancia. No se requiere de un equipo especial para escuchar a nadie. A pesar de esto, los técnicos de sonido hacen su mejor esfuerzo por darle cierta razón de ser a un trabajo que es, a todas luces, innecesario y redundante.
Me invitan a una conferencia organizada por el Poder Judicial. En la mesa de los ponentes hay un detalle, en apariencia, insulso: las botellitas de agua para hidratar a los conferencistas tienen una etiqueta con el logotipo del Poder Judicial y el título de la conferencia. Alguien se tomó la molestia de comprar agua, pero al tener laxas restricciones presupuestales decidió gastar unos pesos adicionales en imprimir etiquetas especiales para las botellitas de plástico desechable. En plena conferencia, mientras pensaba en silencio sobre el desperdicio del dinero público, alcé la mirada y observé que el techo del salón estaba recubierto por un plafón de maderas finas. Techos de caoba financiados con dinero público, evidencia adicional para probar el punto de este artículo: la autoridad mal invierte el dinero de nosotros.
El gasto público es una especie de criatura con vida propia. Una vez que se aprueba una partida de presupuesto, ese dinero inmediatamente genera grupos de beneficiarios con intereses particulares y agendas propias. El gasto público se puede utilizar para garantizar el acceso a bienes públicos como la seguridad, la salud y la educación básica, pero también se puede despilfarrar sin mérito ni propósito.
La edecán del IFE, los tres técnicos de sonido, la etiqueta de la botellita de agua y el plafón de caoba no son anécdotas aisladas sino síntomas de una cultura administrativa, alérgica a la austeridad. Mientras esa cultura no cambie, no habrá impuestos ni petróleo que nos alcancen para patrocinar las frivolidades del poder público.