Ilustración: Sergio Bordón
Cuando me invitaron a participar en el pánel “Los años perdidos de la economía mexicana”, del cual nacen estas reflexiones, vinieron a mi mente —me disculpo por la autorreferencia, sé que es de mal gusto— unas líneas que escribí en octubre de 2018, tras la supuesta consulta para seguir construyendo el que ya no fue el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México en Texcoco. Como ha sucedido con varias cosas desde hace algunos años, la cancelación y aquel texto que titulé “Una oportunidad perdida” se convirtieron en leña para la polarización, sin mucho espacio para una conversación productiva.
A pesar de mi ocasional falta de optimismo, estoy convencida del potencial que tiene México. Tiene una geografía envidiable; recursos naturales —desiertos, ríos, agua, minerales, tierra fértil y hasta petróleo—; gente trabajadora, el famoso bono demográfico; y una ubicación extraordinaria que podría haberse utilizado desde hace mucho para convertirnos en un polo de desarrollo y de conexión entre regiones y continentes. Tenemos todo y, sin embargo, estamos hablando de años perdidos.
Antes de 2018, me contaba entre quienes hablaban del crecimiento mediocre que había tenido el país en los últimos 20-25 años, una tasa promedio de 2.5 %. Consideraba que México debería haber crecido más, pero la pregunta importante era si podía crecer más, si había condiciones para un mayor crecimiento, y ahí empezaban los problemas, porque ese 2.5 % estaba cerca del crecimiento potencial del país; es decir, crecíamos poco, pero tampoco teníamos la capacidad instalada —la infraestructura y el capital humano— para poder crecer mucho más de 3 % anual.
¿Qué había que hacer para cambiar justo ese límite al crecimiento que aplastaba al país y no lo dejaba despegar? Pues la respuesta parecía estar en algo que suena simple, pero no lo es: invertir, invertir, invertir. Invertir en fierros, en máquinas y en edificios; invertir en la gente, invertir en el país.
Sin inversión no es posible crecer y si no es posible crecer, tampoco habrá buenos empleos ni riqueza que distribuir. Nos gustaría ver montos de inversión que representaran cerca del 25 % del PIB, y de éste, el 5 % tendría que corresponder a inversión pública, una proporción a la que nunca hemos llegado, pero tendríamos que buscarlo porque la inversión pública —si está bien hecha, si está destinada a proyectos que tengan rendimiento social, que cuiden el medioambiente, que procuren el crecimiento sostenido— funcionará como un detonador que impulse y complemente la inversión privada.
La inversión comenzó a decrecer de forma sostenida inmediatamente después de la cancelación del aeropuerto. De hecho, el decrecimiento comenzó entre el segundo y el tercer trimestre de 2018, en junio de ese mismo año la inversión se estancó y luego volvió a descender. La señal que se mandó en ese momento fue seguida de otras en el mismo sentido: la cancelación de una cervecera en Mexicali, el desacuerdo sobre los ductos de gas, la licitación fallida para la construcción de una refinería posteriormente adjudicada a Pemex, los cambios a la política de operación del sistema eléctrico, la aversión a las inversiones en energía renovable. Una señal tras otra que fueron mermando la confianza y la certidumbre, pero sobre todo que fue poniendo en entredicho el Estado de derecho. Hoy la inversión está más o menos en los mismos niveles que tenía en 2011. Hay ahí diez años perdidos que no son, en absoluto, resultado de la pandemia.
En los meses más recientes observamos que la caída en la inversión que se dio por la pandemia ya se recuperó, pero regresamos a la tendencia previa, es decir: estamos viendo que la inversión no crece y, en algunos meses, incluso cae. No sólo cae la inversión privada, cae también la pública que no alcanza a representar ni el 2.5 % del PIB.
Más importante todavía que el impacto que tiene la inversión en las cifras de crecimiento económico, es el papel que ésta juega en la construcción de un país con mayor potencial en el mediano y en el largo plazo.
No abordaré el tema de los programas sociales o el incremento en la pobreza porque Gonzalo Hernández Licona lo hace en otras páginas, pero sí hablaré de empleo. Los grandes números muestran que el empleo —el formal y el informal— ya se recuperó a los niveles prepandemia, pero nada más, justo a los niveles que se tenían en febrero de 2020. Sin embargo, debemos hablar de la calidad del empleo. De todos los empleos creados este año, el 85 % ha sido en el sector informal. En diez estados del país, el 100 % de los empleos recuperados corresponden a empleos informales; es el caso de Tamaulipas, Tlaxcala, Oaxaca, Veracruz, Yucatán, Chiapas, Morelos, Campeche, San Luis Potosí y Puebla.
El registro de trabajadores en el IMSS, lo que consideraríamos empleo formal, acaba de regresar —21 meses después— a donde estaba en febrero de 2020. Hay varias cosas que anotar: en primer lugar, ha sido una recuperación desigual, acelerándose en los estados vinculados con las cadenas productivas de Estados Unidos y el turismo. En segundo lugar, hay una diferencia por género: el empleo de las mujeres cayó más rápido y su recuperación ha sido más lenta. En tercer lugar, no debemos pasar por alto el aumento de la población que está en edad de trabajar; pensemos que en un año se incorporan a ese segmento de población alrededor de 1 200 000 personas, así que sólo estos casi dos años ya de pandemia hemos acumulado una falta de creación de empleo formal —sumado a la falta que se ha acumulado por años— de al menos 2 millones de personas.
Quiero cerrar con esta reflexión: este país es el nuestro, es el resultado de nuestras decisiones, de nuestra política, de nuestros aciertos y desaciertos. ¿Cuántos años más podemos seguir perdiendo? Ninguno, diría yo.
*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad de la autora y no representan la postura institucional.
Publicado en Nexos.
01-03-2022