Artículo

Nombrar a los muertos

El poeta Javier Sicilia ha logrado uno de los cambios más importantes en la estrategia de la lucha contra el crimen organizado. El cauce constructivo de su tragedia y su serena entereza han sensibilizado al presidente Felipe Calderón sobre la urgente necesidad de crear un padrón de víctimas de la violencia. No hay nadie más anónimo que un muerto sin nombre. Los difuntos con apellido e identidad tienen una biografía, una historia y unos deudos que hablan por ellos.

Hasta hace poco tiempo, el gobierno federal mantenía el discurso de que la gran mayoría de las víctimas de la violencia eran personas con algún vínculo con el crimen organizado. Esta afirmación no era respaldada por ninguna evidencia que permitiera su comprobación. El problema más grave de esta hipótesis es que funcionaba como una coartada perfecta para la negligencia de la autoridad. La muerte violenta de narcos, asesinos y secuestradores no ameritaba la intervención del Ministerio Público o el sistema judicial. Al sostener que decenas de miles de muertos forjaron su destino como consecuencia de su carrera criminal, el gobierno federal alentaba el propio ciclo de la impunidad y solapaba la indolencia de las fuerzas policiales.

Un hombre loco de celos que quisiera asesinar a su rival de amores podría simular el crimen como una ejecución de la delincuencia organizada. Como sostiene Héctor Aguilar Camín, la muerte le da licencia a la muerte. Las propias policías ya tienen una frase hecha para determinar un perfil de asesinatos que no requieren de mayor esfuerzo de investigación: “Fue un ajuste de cuentas entre delincuentes”. Nombrar a las víctimas es un avance crucial, pero no es suficiente. El padrón de víctimas se debe asociar a una lista de las autoridades responsables de esclarecer estos crímenes. Así, el censo de fallecimientos por violencia servirá de piedra de toque para construir un índice de eficiencia de las autoridades policiales y ministerios públicos. Esto permitiría asociar la impunidad con sus respectivos responsables políticos.

Hasta la mejor policía del mundo tiene una capacidad limitada de recursos humanos y materiales abocados a investigar y perseguir criminales. En una ciudad donde existen 12 asesinatos al año, la infraestructura de investigación criminal de esa urbe se dedicará a resolver un asesinato al mes. Ante la baja carga de trabajo policial es muy probable que también haya un bajo nivel de impunidad. ¿Qué sucedería si a esa misma policía se le multiplica por 10 el número de asesinatos? Lo más probable es que muchos de los homicidas jamás pisen la cárcel o miren la cara de un juez. Es un ciclo maldito donde el incremento en el número de asesinatos multiplica los índices de impunidad. Al reducirse la posibilidad del castigo, los sicarios tienen renovados incentivos de volver a matar, mientras que a los policías honestos se les acumulan los expedientes de casos sin resolver.

El hilo de los argumentos nos lleva a una conclusión obvia: si se quiere reducir los niveles de impunidad, es necesario reducir la frecuencia de episodios violentos. Si el objetivo del gobierno es proteger la integridad física y patrimonial de los mexicanos, reducir los índices de violencia debería ser una prioridad central, mucho más importante que combatir el narcotráfico.

El Presidente y los gobernadores deben reconocer la obligación legal de que cada muerte violenta debería ser motivo de una investigación. Si esto es materialmente imposible de llevar a cabo en un país con 40 mil ejecutados, por lo menos, se debe ofrecer una serie de datos elementales sobre cada asesinato. La lista de víctimas es el primer paso. Darle nombre a los muertos no es sólo un acto de humanidad y justicia, sino también es la mejor forma de proteger a los que estamos vivos.