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Privilegio de impunidad

La impunidad es un desigual intercambio de cachetadas, donde la República pone las mejillas y un privilegiado aporta los manotazos. En su libro Por eso estamos como estamos, Carlos Elizondo presenta una elocuente definición de la palabra privilegio: una ley privada. Una norma de aplicación personal que otorga a su beneficiario ventajas exclusivas y lo exime de obligaciones generales. El corrido más famoso de nuestro vasto repertorio musical es el himno de una nación de impunidad y privilegios: “Yo hago siempre lo que quiero y mi palabra es la ley”. Como observa Guillermo Sheridan, El Rey, de José Alfredo Jiménez, es un sonoro desafío a la legalidad. En el disco duro de nuestra idiosincrasia, todos los mexicanos nos sabemos de memoria la letra de esta canción.

Un privilegio es un atentado al principio republicano de que todas las personas somos iguales ante la ley. Por ejemplo, la norma o contrato que nos obliga, en teoría, a pagar la luz que consumimos. Alguna vez escuché a un fulano explicar sus métodos para disminuir los montos de su recibo de electricidad. Primero bajaba el switch y despegaba de la pared la bóveda de cristal que contiene el medidor de energía. Luego introducía el contador de consumo en una cubeta llena de agua con sal y dejaba el aparato sumergido por varias horas. La operación de fraude terminaba con un proceso de secado al sol y la reinstalación del aparato en su lugar original. El óxido generado por el agua salada hacía que el disco del medidor desacelerara sus giros y redujera los montos marcados en el recibo de luz.

En idioma hebreo, la palabra chutzpah define una actitud que es una mezcla de ingenio, agallas, descaro y audacia. En su connotación positiva, el chutzpah -se pronuncia jutzpa- es uno de los recursos más utilizados para explicar la vocación emprendedora de la cultura judía. El corrido de El Rey o el medidor de luz oxidado son manifestaciones autóctonas de chutzpah, pero basadas en los principios del privilegio y la impunidad. Salirse con la suya es una expresión que resume la noción de violar las reglas sin pagar ninguna consecuencia. Nuestra infinita tolerancia a la corrosiva versión del chutzpah azteca es una de las peores enfermedades que sufre México.

Las conductas ilegales sin consecuencias son un pan frecuente de nuestra dieta noticiosa. El periódico Reforma, uno de los poquísimos medios que presentó la información, reportó que la embotelladora Pepsi se robó electricidad durante cuatro años por un monto de 105 millones de pesos. Con métodos más sofisticados que una cubeta llena de agua con sal, la segunda embotelladora más grande del país “abarató” sus costos de producción en dos plantas del DF. ¿Alguien pisó la cárcel? Nadie, porque CFE decidió retirar la denuncia después de la devolución del monto robado. ¿Cómo queremos forjar una economía de mercado dinámica y competitiva cuando una compañía puede disminuir sus costos artificialmente con conductas criminales? ¿Cómo vamos a forjar el respeto y admiración colectiva por la vocación empresarial en México cuando estos casos ocurren sin castigo ni consecuencia?

El ejemplo de Pepsi era suficiente evidencia para probar el argumento del texto y luego llegó la noticia del fraude de Melate. Una cuadrilla de vivales, con un desplante de chutzpah azteca, intentó hacer una estafa de película en uno de los sorteos más famosos del país. Ante un timo de 160 millones de pesos, la PGR nos responde que no hay delito grave que perseguir. Frente una tunda de bofetadas impunes, las instituciones del Estado mexicano observan con impávida negligencia. Hoy, los panistas buscan entender el brutal desdén de los votantes que asistieron a las urnas el pasado 1o. de julio. Aquí me permito adelantar una explicación breve: en 12 años, los gobiernos panistas hicieron muy poco para combatir los privilegios de la impunidad.