El próximo 1o. de diciembre, Enrique Peña Nieto se convertirá en el jefe de un Estado débil. Los síntomas de anemia en las autoridades mexicanas se expresan de muchas formas en los distintos niveles de gobierno. En Michoacán, ante las protestas de estudiantes normalistas, el gobierno estatal frenó un cambio en el plan de estudios que estaba inspirado por la brújula del sentido común. A nivel federal, no queda muy claro quién lleva el timón de la educación en nuestro país, ¿la SEP o el SNTE? Ante la inerme autonomía de la autoridad para tomar decisiones, una amplia constelación de grupos particulares impone su voluntad sobre el interés colectivo. El tema de las gasolineras es uno de los ejemplos más elocuentes para demostrar la fragilidad del Estado mexicano. Por años, los dispensarios de combustible han operado en México como repúblicas independientes y soberanas. La Norma Oficial Mexicana (NOM) sobre gasolineras, que rigió desde 2005 hasta la semana pasada, parece que fue redactada por los mismos señores que te venden Magna o Premium. La captura regulatoria ocurre cuando los payasos y los leones se encargan de dictar las normas con las que funciona el circo. La NOM de 2005 establece que las gasolineras no están obligadas a contar con los instrumentos de control y verificación que transparenten la venta de combustible. Tampoco existía una regla que especificara el tipo de software que controla la operación de las bombas. De esta laguna normativa emanó un océano de combustible donde los litros no eran de a litro. La regulación estaba claramente diseñada para amarrarle las manos a la Procuraduría Federal del Consumidor. A pesar de esto, entre 2008 y 2010, Profeco inmovilizó el 26% de las bombas verificadas, con un perjuicio al consumidor calculado en 622 millones de pesos anuales. Se podría pensar que en un país donde existe un proveedor único de combustible sería relativamente fácil saber cuántos litros vende cada gasolinera. Sólo bastarían dos instrumentos de medición: uno en los tanques de almacenamiento donde las pipas de Pemex descargan el combustible y otro en las bombas donde los despachadores “llenan” el tanque de los clientes. Sin embargo, durante el sexenio de Vicente Fox, los gasolineros impusieron una NOM a su gusto con laxos criterios para medir la salida del combustible. Pemex, como entidad que otorga las concesiones a las gasolineras, hubiera podido entregar certificados visibles a las estaciones que sí cumplieran con todos los requisitos y especificaciones para vender litros completos. Así cada consumidor podría saber si quiere llenar su tanque en una gasolinera certificada por la autoridad o en un dispensario de combustible soberano que se rige por sus propias transas y costumbres. Pemex pudo optar entre proteger a los concesionarios de gasolineras o defender los derechos de 112 millones de consumidores. Los hechos dejan claro dónde quedaron las lealtades de la empresa paraestatal. El 26 de octubre entraron en vigor las nuevas NOM que obligan a las gasolineras a utilizar aditamentos tecnológicos que impedirán manipular las bombas para engañar a los clientes. En una economía con libre mercado, los consumidores tendrían una diversidad de marcas y ofertas para llenar el tanque de su vehículo. Las empresas que venden gasolina tendrían todo el incentivo para denunciar las prácticas ilegales de sus competidores. Bajo el amparo de la nueva norma, la Profeco solicitó a Pemex el retiro definitivo de la concesión a 11 gasolineras que obstaculizan la verificación y roban dinero a los consumidores. Será interesante ver cómo evoluciona esta controversia entre el David y Goliat de la administración pública federal. Mientras tengamos una Constitución que prohíbe la competencia y ampara los monopolios estatales (Art. 28), sólo Profeco nos podrá proteger de los abusos del monopolio energético y su opaca red de concesionarios. Esta proliferación de soberanías no es sólo un amparo a la estafa, sino un lastre para la competitividad económica de México.