¿Es posible combatir la corrupción perdonando el pasado? Esta es una pregunta sobre la que el presidente Andrés Manuel López Obrador nos ha obligado a reflexionar a millones de mexicanos desde que, aún siendo presidente electo,propuso perdonar todos los actos corruptos que hayan sucedido antes de su gobierno. Si bien, posteriormente matizó sus comentarios asegurando que las investigaciones en curso se mantendrían, ha dejado claro, incluso en su discurso inaugural, que su gobierno no se dedicará a investigar el pasado y que en lugar se concentrará en asegurar que no exista corrupción en el presente.
El presidente ha ofrecido varias razones para justificar esta polémica decisión, tanto pasionales (él no es vengativo) como racionales (enfocar recursos en acciones de gobierno) e incluso logísticas (no alcanzarían las cárceles). No obstante, las preguntas se mantienen. ¿Puede un gobierno cuya principal bandera en campaña fue erradicar la corrupción cumplir partiendo de un perdón? ¿Va en serio la lucha anticorrupción, o estamos ante otro pacto de impunidad? Para intentar responder a estas y otras preguntas, partamos del diagnóstico del mismo López Obrador.
“500 mil millones de pesos”
En un país marcado por la polarización creciente del discurso público, quizás el único tema en el que hay un consenso irrefutable es en la necesidad de combatir la corrupción. Esto responde, en parte, a los altos costos que tiene en la economía del país. Y si bien calcular el costo de la corrupción, incluso a grandes rasgos, es una tarea imposible, existen cifras que intentan cuantificar su costo real. Todas estas cifras corresponden a estimaciones y por lo tanto muy probablemente estén equivocadas. Sin embargo, desde su campaña, López Obrador ha repetido que la corrupción le cuesta a México 500 mil millones de pesos, incluso adelantando que gran parte del presupuesto de su programa de gobierno estaría cifrado en la recuperación o ahorro de dicha suma.
Aunque incalculable, la corrupción tiene un costo. Estimaciones como la utilizada por López Obrador se basan no solo en el dinero público que es desviado en los escándalos que conocemos día a día, sino también en las cantidades que las familias destinan para pagar sobornos o extorsiones, en las que pierden negocios, construcciones o comercios cada vez que los clausuran por no pagar una cuota, en la inversión extranjera que fue ahuyentada por el alto costo de hacer negocios, etcétera.
Si bien combatir la corrupción traerá beneficios económicos a cualquier país, estos no llegarán como cheque al final del año, y tampoco están esperando en una bóveda cuyo candado se abrirá al momento de reducir en cierto nivel la corrupción. Pero sí hay una manera en la que combatir la corrupción puede resultar en beneficios directos para la hacienda pública: se trata de la recuperación de los bienes desviados producto de una sentencia condenatoria. Es decir, la única manera en la que el combate a la corrupción puede representar “dinero extra” para el gobierno es si este investiga y logra probar un esquema de corrupción y recuperar los bienes que fueron hurtados. Por ello, resulta sorprendente que, aun señalando la existencia de esquemas de corrupción en el gobierno pasado o en obras presentes como el nuevo aeropuerto, Andrés Manuel López Obrador decida no investigar y perdonar dichos esquemas, incluso cuando esto no solo impide que se haga justicia, sino que imposibilita al Estado mexicano para recuperar dinero que puede ser utilizado para beneficiar a millones de mexicanos.
En pocas palabras, con el perdón, el nuevo gobierno garantiza a los corruptos que pueden hacer uso de sus ganancias indebidas, y que estas nunca serán utilizadas para el bien de los ciudadanos mexicanos. Esto no hace imposible que el nuevo gobierno inicie una verdadera lucha contra la corrupción: “solamente” le impide recuperar recursos necesarios para sus mismos proyectos y garantiza impunidad a la cúpula a la que ha acusado de dejar el país en ruinas.
“Al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie.”
Un segundo problema del perdón tiene que ver con la naturaleza antidemocrática de los esquemas de corrupción, ya que cualquier tipo de acto o suspensión obtenida a cambio de un soborno o prebenda genera un trato desigual entre quien paga indebidamente y recibe el beneficio, y todos aquellos que pudieron haber obtenido dicho servicio y se les negó. Esta ventaja generada a partir de un intercambio rompe con uno de los principios básicos de toda democracia: la igualdad ante la ley.
Es por esto que otro compromiso de campaña de AMLO toma relevancia: que en su gobierno nadie ni nada estarían por encima o al margen de la ley, garantizando así un verdadero trato equitativo.
Perdonar la corrupción del pasado rompe con esta lógica por dos sencillos motivos. Primero, los delitos de corrupción se persiguen de oficio, por lo que la Fiscalía General de la República tiene la obligación de investigar y sancionar en caso de conocer la posible comisión de uno de estos delitos. Lo mismo ocurre con las faltas administrativas que deberá de investigar la Secretaría de la Función Pública. Si la Fiscalía o la SFP deciden no investigar acciones de las cuales conocen, estarían actuando en contra de la ley. Y no existe ningún recurso legal que justifique o permita ignorar los actos cometidos antes del primero de diciembre. En consecuencia, el perdón, de aplicarse, está fuera/encima/al margen (o como se prefiera) de la ley.
Es posible que ni la FGR ni la SFP se enteren de acciones ocurridas antes del primero de diciembre (lo cual mostraría un impresionante grado de incompetencia). No obstante, en más de una ocasión durante la campaña, tanto López Obrador como integrantes de su gabinete denunciaron la existencia de actos corruptos en todas las esferas de gobierno, así como en grandes proyectos de infraestructura. Una vez que asumieron cargos como servidores públicos, es su obligación denunciar los actos de corrupción que conocen, según lo marca la Ley General de Responsabilidades Administrativas. Por lo que, de no denunciar, López Obrador estaría o admitiendo que mintió durante campaña, o faltando a la ley.
“Rosario Robles es un chivo expiatorio”
Aunque el combate a la corrupción fue el tema central durante la campaña de López Obrador, nunca quedó del todo claro cuál sería la estrategia: la mayoría de las acciones planteadas en sus planes en verdad respondían a una política de austeridad, mientras que la principal acción para acabar con la corrupción consistiría en “poner el ejemplo”. Para López Obrador, el principal problema de gobiernos pasados es que las cúpulas de poder eran corruptas. Para combatir esa corrupción, hay que hacer “como se barren las escaleras; de arriba abajo”. En su estrategia, basta con que el presidente sea honesto para que el resto de los funcionarios se contagien de dicha honestidad.
Esta visión cupular se repitió cuando, al ser cuestionado por las denuncias en contra de Rosario Robles conocidas como la Estafa Maestra, se refirió a la exsecretaria de Estado como un mero “chivo expiatorio”, añadiendo que las investigaciones sobre el tema no han llegado al fondo. Ante este escenario, la primera prueba al discurso anticorrupción de López Obrador será llevar a ese verdadero fondo las investigaciones de la Estafa Maestra, las del caso Oderbrecht y los otros 653 expedientes que permanecen abiertos en los archivos de la Procuraduría producto de denuncias presentadas por la ASF desde 1997.
Estas investigaciones deberían ser propiamente integradas y presentadas ante un juez, el cual decidirá sobre la capacidad del Ejecutivo de probar los actos de corrupción. Si en cambio, las investigaciones se mantienen en la congeladora, o son desechadas por el mismo Ejecutivo (como ha sucedido en el caso Gutiérrez en Chihuahua) estaríamos ante una muestra clara de que el perdón de López Obrador es en verdad un pacto de impunidad.
Cálculo político
Más allá de los problemas de forma, las contradicciones en su discurso y las complicaciones económicas y legales, existe un problema de fondo mucho mayor. Este es que el famoso perdón, así como los argumentos con los cuales lo ha defendido, muestran que una vez más la decisión de combatir o no la corrupción responderá a un cálculo político y no a una cuestión de integridad o legalidad. Al argumentar, y en su caso aceptar, que un acto de corrupción (cualquiera) pueda o no ser investigado según su impacto en la estabilidad del país, estamos una vez más ante la estrategia de combate que marcó por lo menos el último sexenio, donde casos tan flagrantes como Oderbrecht o el de Alejandro Gutiérrez y César Duarte en Chihuahua fueron desechados en función de un cálculo de los costos políticos para el gobierno en turno.
Si hoy consideramos aceptable que para López Obrador la decisión de investigar o no la corrupción responda a la “amenaza” de inestabilidad, ¿qué le impide al mismo presidente en el futuro, o a cualquier gobernador o alcalde, utilizar un cálculo político para justificar un decreto de impunidad a alguno de sus allegados o a él mismo? ¿Quién decide cuáles casos provocarán inestabilidad y cuáles no?
Una nota final: La lucha contra el huachicol
En las semanas recientes, Andrés Manuel López Obrador decidió emprender lo que parecería ser la primera gran batalla de su administración contra la corrupción, al anunciar una serie de medidas para acabar con el creciente problema de robo de combustible en Pemex. Dicha intervención, a primera vista, parece un gran acierto: los problemas de corrupción en PEMEX fueron, por lo menos, ignorados por gobiernos anteriores, por lo que la mera señal de voluntad para atacarlos y resolverlos puede rendirle frutos ante la opinión pública.
Si bien las medidas que hemos conocido hasta el momento están sobre todo relacionadas con la logística del abasto de combustible, es de esperarse que vayan acompañadas de investigaciones administrativas y penales que tengan como objetivo identificar y sancionar a las redes gigantescas de ordeña, almacenamiento, distribución y venta del tan famoso huachicol. Estas investigaciones tendrían necesariamente que arrojar un gran número de imputados, incluyendo funcionarios de Pemex, directivos del sindicato petrolero, empresarios y ciudadanos de a pie que trabajen en la línea de distribución, todos pertenecientes a redes de crimen organizado. De lo contrario, la lucha contra el huachicol anunciada con bombo y platillo sería una nueva estrategia de logística y distribución de una empresa productiva del Estado, pero no una cruzada contra la corrupción.
Sería irresponsable exigir resultados apresurados de dichas investigaciones. No obstante, sí vale la pena preguntar cómo es que estas investigaciones llegarán a buen puerto cuando hoy por hoy no contamos con un Fiscal General y mucho menos con un Fiscal Anticorrupción. ¿Quién está liderando dichas investigaciones? ¿Ya se iniciaron? ¿Tiene la Fiscalía las capacidades necesarias para armar un caso y llevar ante la justicia al grueso de estas redes de crimen organizado? ¿O seguirá cometiendo las mismas torpezas que ha caracterizado a la procuración de justicia mexicana del pasado? La lucha anticorrupción del nuevo gobierno ha encontrado su primera prueba. Del desmantelamiento efectivo de las redes del huachicol depende su credibilidad. El resultado está por verse.
Publicado por Letras Libres
16-01-2019