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Con la estimación oportuna del Producto Interno Bruto publicada por el Inegi el 30 de enero pasado se confirmó que la economía mexicana comenzó un período de contracción durante el último trimestre de 2024, con un decrecimiento de 0.6% con respecto a los tres meses previos. Es probable que no entremos en una recesión, pero algunos detalles resultan preocupantes.
Edgar Amador Zamora, subsecretario de Hacienda, señaló que la contracción del cierre de 2024 se debe principalmente a la caída más fuerte en al menos 25 años, de 8.9%, en las actividades primarias (ganadería, agricultura y pesca), y que esta se debió a condiciones climatológicas adversas, como las sequías.
Por su parte, las actividades secundarias, principalmente manufacturas, minerías y construcción, tuvieron una caída de 1.2%, cuya causa se atribuye principalmente al freno industrial en los Estados Unidos por los huracanes Helene y Milton, que ocurrieron en septiembre y octubre, a lo que se añade una huelga de trabajadores de la empresa Boeing.
Sin embargo, además de los fenómenos climáticos, las actividades secundarias padecieron por el freno que tiene la construcción desde agosto. Si revisamos los datos del IGAE (indicador global de la actividad económica, un buen adelanto al PIB), veremos que desde agosto hasta noviembre tiene un desempeño negativo a tasa anual y, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Empresas Constructoras de noviembre, el valor de la producción en ese sector cayó 5.2% en septiembre y 2.9% en noviembre, a tasa mensual.
El freno en las manufacturas y en la construcción bien podría extenderse, pues por un lado la incertidumbre que ocasionan las tensiones comerciales ocasionadas por el presidente Trump puede detener proyectos de inversión o bajar el ritmo en la producción, mientras que el sector público y su déficit mayúsculo y los ajustes correspondientes no estarán en condiciones de darle el dinamismo a la construcción que sí se pudo antes de las elecciones.
Hace casi un año, en mi primera contribución para El Economista, mencioné que veía cinco puntos de presión en la economía para la nueva administración que inició en octubre. La crisis del agua, la presión fiscal y la sombra de Donald Trump eran tres de ellos. En junio insistí sobre el mundo que enfrentaría la presidenta Sheinbaum: con una administración proteccionista en Estados Unidos, avances de los nacionalismos por todas partes y un cambio tecnológico desafiante.
Poco mérito encuentro en ver lo obvio, sobre todo si uno mismo escoge cómo categorizar una cuestión, pero conforme pasan los días y los meses más me convenzo de que la incertidumbre crece y es la que mejor define nuestro tiempo.
Pienso en grandes eventos con consecuencias económicas mundiales que han acontecido desde hace más de veinte años, como la entrada de China en la organización mundial del comercio, la crisis financiera de 2008, el Brexit, el primer triunfo de Trump (y tantos otros gobiernos populistas), la pandemia del covid-19, la guerra en Ucrania o todo el polvo que han levantado las discusiones sobre el calentamiento de la Tierra y me parece que el sentido común que se construyó en occidente en las últimas dos o tres décadas del siglo XX se transforma y, en materia económica, la palabra conflicto -en varios niveles- sustituye cada vez más rápido a la palabra cooperación. Vuelven las viejas ideas de que solo se puede ganar si alguien más pierde. Toda suma es igual a cero. Y el conflicto genera incertidumbre. Y la incertidumbre dificulta el avance de la economía, la creación de empleo, la difusión de la tecnología y la convergencia entre los desiguales.
Me pregunto si el progreso de las relaciones comerciales o la mitigación de la desigualdad -y sus problemas asociados- tanto dentro como entre los países puede darse si la mirada de quienes tienen poder es la mirada de la rivalidad perpetua. Y es que, recordando por encima a Erich Fromm en “El miedo a la libertad”, esa mirada, esas características de los poderosos reflejan en buena medida a las sociedades y el lenguaje que estas usan.
La economía mexicana necesita estabilidad y predictibilidad, pero no parece que el mundo vaya a dárselas. Ni el clima. Y los problemas internos, fiscales, de inseguridad, de falta de infraestructura y de desarrollo de talento son como manejar en una carretera congelada con el freno de mano puesto. O tal vez me equivoco en todo y simplemente estoy pensando como un economista que le hace justicia al mote despectivo que se le puso a su disciplina en el siglo XIX: la ciencia lúgubre. Ojalá que sea eso y el futuro sea tan luminoso como una aurora.
Publicado en El Economista
05-02-2025