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Democracias ingobernables

“Récenle a Dios para que el Congreso y el Ejecutivo lleguen a un acuerdo”. En las últimas semanas en Washington D.C., varias iglesias tenían letreros con exhortos a la voluntad celestial para que inspirara un poco de sensatez a las autoridades terrenales. Instalada en la necedad ideológica, la mayoría republicana en la Cámara de Representantes se negó a aceptar un plan de reducción del déficit que considerara un aumento de impuestos. Obama ofreció recortes presupuestales a programas sociales, pero los extremistas republicanos no aceptaron tocar el código fiscal.

Toda buena negociación política es la arquitectura de avenidas alternas y caminos intermedios. El fundamentalismo antitributario de los partidarios del té convirtió la búsqueda de consensos en un callejón sin salida. La evidente disfunción del debate político en Estados Unidos puso al país y a la economía global ante una absurda incertidumbre. Así como no existe un sistema electoral que aguante el embate de un mal perdedor, tampoco hay un buen gobierno que soporte el sabotaje sistemático de una oposición impúdicamente mezquina. Un político que no está dispuesto a ceder y negociar es como un cirujano a quien le da náuseas la sangre humana. La democracia es una forma de gobierno que nos permite darle representación a la pluralidad y contradicciones inherentes de cada sociedad. Sin embargo, hacer gobernable esa diversidad puede resultar un desafío descomunal.

En Bélgica, la obcecación de los partidos políticos ha dejado al país sin gobierno por más de un año. Ninguno de los grupos representados en el Parlamento tiene una mayoría que le permita imponer el rumbo. Un bando quiere independizar a las provincias del gobierno central, el otro busca preservar la unidad nacional. La falta de acuerdo entre las partes no ha permitido la construcción de una coalición. Como buena parte de los servicios públicos están descentralizados, el país funciona con relativa normalidad a pesar de tener una autoridad formalmente acéfala.

En México no hemos padecido desa- cuerdos sobre el techo de la deuda pública o la integridad territorial del país. Sin embargo, aquí también cantamos rancheras. La reforma laboral, que puede resultar un estímulo importante para la creación de empleos formales, ha sido secuestrada por los intereses particulares y electorales de un grupo de diputados. Los especímenes de nuestros desacuerdos, bien podrían llenar la sala de un museo sobre intransigencia política.

Para resolver este problema, el PRI propone que el próximo presidente de la República tenga garantizada una mayoría en el Congreso, si obtiene una cifra superior al 40 por ciento de los votos. La propuesta puede tener un efecto virtuoso para nuestra República, bajo la singular circunstancia de que los electores tengamos el buen tino de elegir a un estadista modernizador para vivir en Los Pinos. Sin embargo, la propuesta tiene efectos de largo plazo. ¿Qué ocurriría si en el 2018 los mexicanos cometemos el error histórico de votar por un populista de izquierda o derecha? La salida del pantano nos puede llevar al despeñadero.

Después del mal arreglo sobre la deuda en EU o la paraplejia legislativa de nuestro Congreso, se escucharán muchos argumentos sobre la eficiencia de las mayorías artificiales. Recordemos que las peores decisiones económicas en la historia moderna de México se tomaron con la dócil anuencia de mayorías legislativas. Los manejos más desastrosos de las finanzas públicas ocurrieron con el aplauso de aplanadoras legislativas. Los estados que en años recientes se han endeudado desbocadamente, lo han hecho con congresos subordinados al gobernador en turno. Las leyes y los contrapesos no existen para castrar el ímpetu de los buenos gobernantes, sino para frenar a los tontos con iniciativa y poder político. Más que una cláusula de gobernabilidad, nuestra democracia necesita de mayor responsabilidad, pero esa virtud no depende de la calidad de las normas, sino del carácter de los individuos.