El hablar de cambio climático es hablar de riesgo. Riesgos transversales demasiado amplios como para ser predecibles, de efectos tan diversos que sus consecuencias no pueden ser resumidas.
El cambio climático tiene consecuencias redistributivas, existen zonas que se volverán más ricas. Una buena parte de Estados Unidos puede beneficiarse de una mayor extensión de la franja del maíz, en Europa habrá un aumento en áreas cultivables. Las mayores temperaturas aunadas al aumento del dióxido de carbono atmosférico, que tiene un efecto fertilizante, beneficiará a algunos.
Sin embargo, este tipo de beneficios altamente localizados no alcanza a compensar los costos adicionales de desastres naturales, las migraciones humanas producto del cambio de patrones climáticos y el consecuente cambio en la producción de alimentos, la pérdida de especies por el aumento de zonas erosionadas, las consecuencias para las zonas costeras e islas producto de la elevación del mar.
Tenemos una fuerte sospecha, que raya en el consenso, que los impactos negativos son mucho mayores que los positivos. Sabemos también, si creemos las conclusiones de Stern y de la mayor parte de los científicos que se dedican al tema (pero aplaudimos la visión crítica de los lectores más escépticos), que los costos de prevención son mucho menores que los de atención de desastres.
Las actividades preventivas del cambio climático son una excelente inversión, al menos desde una perspectiva global. Sin embargo, y esto es un elemento de la política pública y del hombre como ser social en general, nos topamos con que las acciones locales tienen costos particulares y sociales asimétricos. Es decir el costo de la contaminación de mi automóvil solo es absorbido en una pequeña parte por mí, estoy afectando, al resto de los automovilistas que disponen de menos lugares de estacionamiento y espacio en los carriles y, de forma diminuta, a través de las emisiones de C02 y otros gases, al resto del mundo.
Un excelente ejemplo, aparte de las gasolinas, son las tarifas de electricidad de consumo residencial. Mientras que el precio promedio de venta por Megawatt de la Comisión Federal de Electricidad es de 1,354 pesos, las tarifas residenciales de bajo consumo rondan la mitad, debajo del costo de producción. Es decir con el subsidio la venta de electricidad a hogares no es rentable.
Podemos refugiarnos en un falso discurso a favor de las clases medias y pobres argumentando el duro golpe que eliminar el subsidio significa para su poder adquisitivo. Pero esta distorsión es una de las principales razones por las que no se han adoptado medidas de eficiencia energética. El principal motor de la eficiencia es la escasez de los recursos, el mejor instrumento para reflejar la escasez de recursos es su precio elevado.
La eliminación del subsidio promueve acciones como apagar las luces que no son utilizadas, cambiar focos incandescentes por fluorescentes, desconectar convertidores de voltaje cuando no se encuentran en uso, limitar el tiempo en que permanecen prendidas las computadoras. El discurso climático, con una base moral “buena onda”, se transforma en una mera cuestión de ahorro y eficiencia energética. No hay componente moral, y no es necesario, todos, independientemente de nuestra identificación con el medio ambiente, podemos entender la eficiencia si la vemos reflejada en ahorros. Después del aumento la familia aprende a administrar de forma adecuada un recurso escaso, gracias a una señal contundente, un recibo de luz que refleja sus costos de producción y capital.