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Gramática de la prepotencia

Toda República está fundada bajo un propósito simple y poderoso: todas las personas tienen una condición de igualdad en su dignidad, sus derechos y sus obligaciones. Una corona, un cetro o un trono son símbolos que marcan la jerarquía de un monarca sobre sus súbditos. En la antigüedad se pensaba que las familias reales estaban integradas por seres superiores investidos del derecho divino. Hoy en los tiempos de la revista Hola y otras publicaciones de chismes, vemos que las reinas y los príncipes son víctimas de las debilidades de carácter que también aquejan al peatón de la esquina. A pesar de que los valores republicanos se han propagado en nuestras leyes y normas, en los usos y costumbres se perpetúan las ínfulas propias de los señores feudales.

La jerga nacional tiene una serie de frases nefastas de profunda inspiración antirrepublicana: Tú y yo no somos iguales. La frase denota una patética nostalgia por la Nueva España, donde las castas tenían un peso definitorio en el destino de las personas. En los catálogos de discriminación y mestizaje colonial queda muy bien establecido que la combinación genética de un español y un moro da origen a un mulato. El DNA de un chino y un indio, de acuerdo con algunas interpretaciones, daba como resultado un saltapatrás. Con estos referentes históricos la palabra indio todavía se utiliza en la actualidad como un peyorativo recordatorio de nuestro pasado preindependiente y prerrepublicano.

En la gramática de la prepotencia también destaca la expresión: Tú no sabes con quién te estás metiendo. Aquí además de la discriminación, hay un factor de escalafón sorpresa. Lo que se suponía un diálogo entre pares es en realidad una discusión entre personas con jerarquías distintas. La frase es una forma de amenaza hacia la persona que ose dar un trato republicano hacia el individuo que se asume con un rango social superior.

Esta semana, un imbécil de nombre Miguel Sacal se convirtió en celebridad nacional por el violento ejercicio de su mezquindad. Lo más doloroso del video que lo encumbró a la fama es la asimetría de poder entre el agresor y el agredido. El senil energúmeno golpea a un hombre que no se defiende. El empleado del valet parking se traga los puñetazos sin oponer resistencia. Sus colegas tampoco hacen un esfuerzo por frenar el asalto de ira.

El incidente dejó un saldo mixto de sinsabores y claroscuros. En una República, el hombre más poderoso y el más modesto tienen facultades y obligaciones semejantes ante la ley. Miguel Sacal tuvo que responder ante un juez por su conducta y fue obligado a pagar una indemnización, que dejó conforme al hombre agredido. La indignación colectiva en Twitter y Facebook es la manifestación de una sociedad que profesa ciertas convicciones republicanas. Sin embargo, la rabia justa que inspiró el incidente degeneró en insultos antisemitas. Algunos medios de comunicación definieron al agresor como “empresario”, cuando su actividad profesional era un rasgo totalmente ajeno a su comportamiento.

Sacal aparece en el video como un tipo medio calvo con un vientre protuberante. Eso no implica que todos los hombres con alopecia y barriga sean unos patanes. Resulta preocupante la facilidad con que se transportan los defectos de un solo individuo hacia todo el universo de un grupo social. Durante el Mundial de Francia 1998, en París, un ciudadano mexicano vació su vejiga sobre la llama del monumento al soldado desconocido hasta apagar el fuego. Recuerdo con tristeza cómo el comportamiento de ese compatriota sirvió para hacer generalizaciones sobre las costumbres de todos los mexicanos. Miguel Sacal es un patán. Todavía no hay monarquía, ni República, ni país, ni grupo religioso, ni afición futbolera totalmente inmune a la posibilidad de que un barbaján milite en sus filas.