Los dispositivos se hacen cada vez más listos y las personas cada vez menos. Esa fue la línea de conferencia que impartió Jonathan Haidt en la Conferencia Global del Milken Institute. La generación ansiosa, el best-seller de Haidt, explica la crisis de salud mental de las generaciones más jóvenes, esas que crecieron con un teléfono inteligente en la mano y con redes sociales capturando cada paso que dan.
La generación ansiosa resonará con cualquiera que tenga hijos adolescentes. También con quienes han —¿hemos?— sentido esos brincos de dopamina o una sensación de abstinencia cuando se termina la batería del teléfono. No son solo los teléfonos, tampoco las redes. La crisis, de acuerdo con Haidt, empieza en los 90 cuando los padres, asustados por la seguridad de sus hijos, los mantienen mucho más tiempo en casa. Paulatinamente el miedo de que los niños jugaran sin supervisión en la calle se trasladó a las escuelas cuando se empiezan a exigir pisos seguros, juegos sin riesgo, y monitoreo constante de las interacciones infantiles.
Pero el cambio se profundiza con la entrada masiva de los teléfonos celulares inteligentes y la crisis se detona con la omnipresencia de las redes sociales. La sobreprotección en la vida real está acompañada de la casi inexistente protección en la vida virtual.
Forjar relaciones asíncronas en la infancia y adolescencia repercute en una comprensión distinta de las pistas de comportamiento social que ha llevado, al menos en Estados Unidos, a un problema de salud pública que aún no logran dimensionar. Incorporar a gran escala inteligencia artificial en las redes sociales a las que los niños tienen acceso, añade Haidt, es abrir la puerta a un universo desconocido y aterrador.
Empieza a haber reacciones de política pública frente a este acceso. Algunos países han prohibido el uso de dispositivos —teléfonos, tabletas, computadoras— en la educación primaria. Intentan revertir la idea de que educar con herramientas tecnológicas es dar dispositivos. Preparar generaciones para el cambio tecnológico es tanto más difícil que dejarles tarea en línea o permitirles el uso de tabletas en clase. Desarrollar pensamiento crítico, habilidades sociales sólidas y autocontrol es considerablemente más difícil que bajar una app. El acceso a la tecnología no es avance educativo. Se ha descuidado la pregunta más importante: ¿para qué?
Hoy cuesta más trabajo leer, poner atención a una película, entender párrafos complejos porque la atención es dispersa y breve.
El autor no solo habló del componente social del tema. Habló también de cómo la atención, ya fragmentada en los adolescentes, ha sido capturada por plataformas de juego —entre otras— en las que se apuesta mucho y muy rápido. Estamos creando una generación que está quebrada financieramente incluso antes de poder generar ingresos propios.
El panorama que presenta Haidt es desolador. Revertir el daño ya causado requiere soluciones grupales, normales sociales distintas que cambien la dinámica y políticas públicas que prohíban —sí, con todo lo que ello implica— el uso indiscriminado de dispositivos y de redes sociales. El camino que se ha seguido hasta el momento está llevando a tener dispositivos cada vez más inteligentes y personas que lo son cada vez menos, con menos capacidad para resolver problemas y de enfrentar retos profesionales.
Vale la pena leer a Haidt. Si lo que plantea se concretara, los costos serán altísimos. Y no habrá batería, actualización o app que nos saque del problema.
Publicado en El Universal
06-05-2025