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La constitución del 2013

Desde 1917, los mexicanos hemos reformado 541 veces los artículos de nuestra Constitución. En promedio, cada dos meses y días, sacamos el lápiz y la goma de borrar para rediseñar los cimientos jurídicos de la República. Los récords los tienen los años de 1999 y 2007, cuando el Legislativo federal y una mayoría de congresos estatales aprobaron 10 decretos de reformas constitucionales. El 2013 pinta que también será un año movidito para las letras y párrafos que integran nuestra Carta Magna. Sergio López Ayllón hace un elocuente ejercicio de sumas: “Comenzamos el año con cuatro órganos con autonomía constitucional (Banxico, IFE, CNDH e INEGI) y el Poder Legislativo discute iniciativas para crear cinco más (Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, IFAI, Comisión Anticorrupción, Ifetel y Cofeco)”. Después de esta operación aritmética, el director del CIDE suelta una broma en forma de pregunta: “¿Tal vez también deberíamos convertir a la Presidencia de la República en un órgano con autonomía constitucional?”. Durante varios lustros, los mexicanos nos quejamos de la catatónica inmovilidad de nuestro Congreso. Ahora parece el tiempo de preocuparnos de la súbita velocidad con que se busca reinventar la República. El Pacto por México es el acuerdo político con mayor ambición en nuestra historia moderna, su altura de miras es la mejor noticia que nos ha ocurrido en un buen rato. Sin embargo, en las últimas dos semanas, el Pacto ha tomado forma de aplanadora legislativa. Cualquier objeción o crítica sobre lo que emana del Pacto es aplastada en nombre de los supremos intereses de la nación. Hace dos sexenios, muchos mexicanos nos enfermamos de ingenuidad. La alternancia en el poder parecía como un espejismo del paraíso. Una mayoría de ilusos le dimos a la democracia más de los atributos que merecidamente le corresponden. El PRI perdió la Presidencia y algunas cosas cambiaron, pero otras tantas siguieron igual. Ojalá al Pacto por México no le ocurra lo mismo que a la transición a la democracia. La embriaguez de las ilusiones da pie a la resaca de las frustraciones. Las expectativas que ha provocado la reforma de telecomunicaciones me recuerdan una noche de julio del 2000 cuando, al pie del Ángel de la Independencia, miles de mexicanos gritaban a coro: “Hoy, hoy, hoy”. En su estado actual, ya aprobada por los diputados, esta reforma puede derivar en mejoras sustantivas en las industrias de la televisión y la telefonía. Sin embargo, a la sombra de las reformas de telecomunicaciones, también se aprobaron cambios de fondo a la Cofeco y a todo el marco regulatorio antimonopolios. El nuevo diseño jurídico crea en esencia dos organismos procompetencia: uno para las telecomunicaciones (Ifetel) y otro para todos los demás sectores económicos (Cofeco). Salvo Grecia y Turquía, en todos los países de la OCDE el organismo antimonopolios tiene facultades sobre las empresas de telecomunicaciones. La reforma al artículo 28 Constitucional, aprobada por los diputados, cambia el espíritu de la nueva Ley de Amparo. Dicha norma establece que cuando una empresa de telecomunicaciones interponga un amparo, esta acción jurídica no suspende los actos de autoridad. Lo mismo sucederá en otras áreas de la economía que funcionan con concesiones o licencias del Estado. Los diputados enmendaron la esencia de lo que habían aprobado tres semanas atrás. La desaparición de la suspensión en el amparo se amplió hacía todos los sectores de la economía, en el caso de las decisiones de Cofeco. Este cambio no ayuda a fortalecer la certeza jurídica y crear un mejor clima de inversión en México. Hay que apoyar el Pacto por México. Hoy, la mejor manera de hacerlo es ofrecerle una terapia de relajación para tomarse las cosas con un poco de calma y evitar que por las prisas se avalen malformaciones institucionales. Si está en juego una cirugía mayor a la Constitución, tal vez conviene recordar la máxima de Kalimán: “Serenidad y Paciencia”. Vámonos despacio, que la República tiene prisa.