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La raíz del agravio

En 1912 hubo una inundación en el condado de Washington en el estado de Mississippi. El gobierno utilizó costales de arena para construir un dique que frenara el cauce de las aguas. Cuando los sacos de arena se acabaron, un ingeniero ordenó a cientos de hombres de raza negra que se acostaran uno sobre otro para formar una muralla humana. La pared de cuerpos apilados contuvo el agua durante hora y media, hasta que llegó un nuevo cargamento con costales de arena. Cuando el New York Times reportó la noticia, definió la medida para prevenir la crecida del río como una idea “brillante”. Lo que hoy nos parece un acto de crueldad desalmada, hace un siglo era visto como una genialidad del racismo y la ingeniería.
Los tiempos han cambiado. En 1884, cuando el escritor norteamericano Mark Twain publicó Las Aventuras de Huckleberry Finn, la novela utilizaba 219 veces la palabra “nigger”, la injuria más hiriente que se le puede aplicar a una persona de raza negra en Estados Unidos. En una edición de Huckleberry publicada a principios de 2011, la palabra fue modificada por el término “esclavo”. ¿Es absurdo o adecuado modificar un libro que se escribió hace más de 120 años para evitar la ofensa de los lectores contemporáneos? La pregunta no tendrá respuesta en los siguientes párrafos. No es mi propósito entrar en una discusión sobre las virtudes y excesos de la corrección política, sólo quiero ilustrar la transición de los sentimientos entre las épocas. Si hoy el New York Times definiera un dique humano como una idea “brillante”, se convertiría en el mayor escándalo periodístico de la década.
El dolor humano provocado por el racismo hace de un chiste racista una broma de pésimo gusto. Lo mismo ocurre con el pueblo judío. El antisemitismo fue la semilla del Holocausto. La memoria viva y las heridas abiertas hacen que el cómico que se aventure sobre esos terrenos juegue con fuego y gasolina.
Esta semana, un trío de bufones mediocres de la televisión británica convirtió un estereotipo injusto del mexicano en un chiste sin gracia, ni imaginación. El Affair Top Gear alcanzó proporciones de conflicto trasatlántico. Me molestó que el programa de la BBC nos acusara de flojos. Cada año, medio millón de mexicanos arriesga la vida para cruzar a Estados Unidos en busca de un empleo. Todas las mañanas, cientos de miles de personas en el Valle de México invierten hasta cuatro horas de su día sólo en los traslados entre la casa y el trabajo. Ese empeño masivo no puede ser posible en un país de indolentes.
Sin embargo, lo que más me lastimó fue mi propia reacción al insulto. Ante un agravio tan anodino, no hay mejor venganza que el olvido, ni respuesta más digna que la indiferencia. ¿Por qué nos duele tanto una ofensa tan sosa y sin fundamento? El estereotipo de un compatriota sombrerudo y dormido bajo la sombra de un cactus es la imagen de un México encadenado al subdesarrollo. Somos un país poblado por gente muy trabajadora, pero ese esfuerzo colectivo no ha logrado cumplir nuestro anhelo de prosperidad. Un crecimiento económico mediocre tiene condenada a la mitad de la población a vivir en condiciones pobreza. El insulto xenófobo nos remite a una circunstancia de atraso económico que no hemos logrado dejar atrás. Como el racismo o el antisemitismo es una herida abierta, un dolor vivo.
El crecimiento acelerado y sostenido tiene la capacidad de transformar la psique de una nación y su percepción sobre sí misma. Los chinos, irlandeses o españoles se miran hoy en el espejo de una manera distinta que hace medio siglo. En economía no hay milagros, sólo absurdos y decisiones correctas. Todo supuesto milagro económico es el resultado de un consenso político sobre la ruta más corta para alcanzar la prosperidad. Es probable que en el futuro volvamos a enfrentar estereotipos insultantes, como los que patrocinó la BBC. Mientras no logremos varios años de crecimiento económico sostenido, esas ofensas calarán hondo en nuestro amor propio. Los insultos más agraviantes son los que apelan a nuestras propias inseguridades