Aeropuertos vacíos, refinerías que no refinan, hospitales abandonados, estadios de futbol que nunca fueron inaugurados, sucursales bancarias en medio de la nada, puentes que literalmente no llevan a ningún lado. Los anteriores son ejemplos de obras de infraestructura con las que, desafortunadamente, muchos de nosotros nos hemos topado a lo largo de nuestras vidas o, al menos, hemos oído hablar de ellas en las noticias.
Estamos hablando de lo que en la literatura económica se conoce como “elefantes blancos”: obras faraónicas diseñadas para ser vistosas y cuya construcción no cuenta con mayor justificación que la voluntad de aquellos que las impulsan, a menudo con fines clientelares.
A pesar de lo absurdo (y a veces ilegal) de este tipo de proyectos –los cuales terminan convirtiéndose en monumentales cascarones vacíos que evidencian el mal ejercicio del gasto público en este país–, gastar en elefantes blancos es una problemática generalizada que trasciende sexenios, órdenes de gobierno y partidos políticos.
Actualmente en México, la construcción de obras multimillonarias con cargo a los impuestos que pagamos los contribuyentes se determina más por consideraciones político-electorales que por criterios técnicos. Lamentablemente, en este proceso de decisión no se identifican ni cuantifican adecuadamente los beneficios potenciales que dicha infraestructura generará para la sociedad. Tampoco se evalúa si estos beneficios (en caso de existir) superarán –o no– los costos asociados con su construcción, operación y mantenimiento, incluidos sus costos medioambientales.
A pesar de su rentabilidad electoral, los ya tradicionales elefantes blancos son más que onerosos para el país. Al desviar recursos que podrían destinarse a proyectos socialmente rentables que mejoren el capital humano de la población, su productividad, y acceso confiable y a precios competitivos de insumos básicos, estos proyectos limitan el potencial de crecimiento de largo plazo de la economía mexicana y el propio bienestar de la población.
No solo eso, ya que al ser resultado de caprichos políticos, la ejecución de este tipo de proyectos suele carecer de una planificación adecuada, lo que se traduce en sobrecostos y retrasos significativos. Además, el velo de opacidad bajo el cual se llevan a cabo estas obras se suma a las malas prácticas que predominan en este ámbito al crear condiciones propicias para la corrupción.
Algunos proyectos emblemáticos de la presente administración federal ejemplifican los múltiples vicios presentes a la hora de construir infraestructura. Al día de hoy, por ejemplo, no es posible conocer con precisión cuántos recursos públicos se han destinado a la construcción de la refinería Olmeca en Dos Bocas o cuál es su nivel de avance físico, a pesar de que se “inauguró” hace 16 meses. Por otro lado, se estima que el Tren Maya costará 516 mil millones de pesos –mmdp– o 3.3 veces su presupuesto original (156 mmdp), en tanto que el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, que costó alrededor de 75 mmdp de acuerdo con cifras del propio Gobierno (sin incluir los costos de cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México –NAICM–), opera actualmente a una fracción de su capacidad.
Al final del día, la gran pregunta es si estas obras de infraestructura contribuirán al crecimiento sostenido de la economía, especialmente del sur-sureste que es donde se concentran, o si, por el contrario, terminarán siendo elefantes blancos que se sumarán a la manada de proyectos improductivos que actualmente deambulan a lo largo y ancho del territorio nacional. La respuesta a esta interrogante es crucial para el desarrollo económico de México.
Publicado en Animal Político.
23-11-2023