El presente y futuro de la economía mexicana se sostiene en dos pilares fundamentales. Por obra y gracia de la geología somos un país productor de hidrocarburos. Por el azar de la geografía y una estratégica decisión de política comercial somos una nación exportadora de manufacturas. Gracias al petróleo se financian cerca del 30% de las actividades del gobierno. Al TLCAN le debemos buena parte del dinamismo del sector privado.
Ambas aptitudes parecen ser vocaciones contradictorias. La riqueza del oro negro produce lo que los economistas diagnostican como enfermedad holandesa: los dólares generados por la venta de petróleo aprecian el valor del peso, lo cual encarece el valor de nuestras exportaciones manufactureras. La bonanza petrolera nos amarra un brazo a la hora de subir al ring de pelea por los mercados globales de la industria. Si vemos a los principales productores de hidrocarburos del planeta, Arabia Saudita, Rusia o Noruega, ninguno destaca por su capacidad para exportar productos ensamblados. A la inversa sucede lo mismo. China, Alemania o Japón no son potencias energéticas.
Esta bipolaridad entre exportación de manufacturas y energéticos no es nuestro mayor problema. El desafío por venir consiste en que los dos pilares que sostienen la economía mexicana están cimentados sobre el trazo de una falla tectónica. Los sismólogos no pueden predecir con exactitud el día y la hora de un estremecimiento de tierra, pero sí pueden anticipar su probabilidad. Con la misma imprecisión se puede entrever que la economía mexicana enfrentará una fuerte sacudida en algún momento cercano. El sismo perfecto tiene su raíz en dos tendencias perturbadoras del orden actual: Estados Unidos podría dejar de ser un importador neto de hidrocarburos y las nuevas tecnologías de impresión en tercera dimensión cambiarán las cadenas de producción desde Tijuana hasta Frankfurt.
Estados Unidos siempre ha sido un importante productor de hidrocarburos, pero su producción doméstica nunca pudo cubrir los incrementos en la demanda. Sin embargo, los altos precios del combustible han saciado la sed de petróleo extranjero. Desde fines de 2007, Estados Unidos está reduciendo su consumo diario de barriles mientras que su producción va hacia arriba. Las modernas tecnologías para encontrar y explotar el llamado shale gas han permitido encontrar nuevos yacimientos y además una fuente alternativa de energía para generar electricidad e incluso combustible para automóviles. ¿Qué será de los precios globales del petróleo, si Estados Unidos reduce su dependencia de la importación de energéticos? ¿Qué le pasaría a la estabilidad fiscal de México con precios por barril menores a los 50 dólares?
El tema de las impresoras de tercera dimensión parece un asunto de ciencia ficción. No lo es. La revista The Economist lo denominó como la tercera revolución industrial. Imagina una máquina que por orden de una computadora puede crear un martillo o el tablero de un coche, usando materiales como resinas plásticas o fibras de carbono. Ahora imagina que además de “imprimir” volúmenes con precisión milimétrica, también puede añadir capas de material para crear circuitos electrónicos como los que tiene un teléfono o una computadora. La tecnología para hacer esto ya existe. ¿Qué ocurrirá con la industria automotriz mexicana si el costo de mano de obra para producir un automóvil es muy similar en Aguascalientes y en Yokohama?
Que no cunda el pánico. Este valiente mundo nuevo ofrece tantas oportunidades como accidentes. Si Estados Unidos evoluciona de importador a exportador de hidrocarburos, México requerirá de una reforma fiscal para despetrolizar sus finanzas públicas. Si las impresoras de 3D voltean de cabeza la industria de la manufactura, tendremos que forjar capital humano suficiente para competir globalmente con mano de obra altamente calificada. Estamos advertidos del sismo en el horizonte y el tapete. Aún hay margen para la acción. Ante un mundo que se transforma a velocidades inusitadas, el mayor riesgo es quedarse quieto.