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¿Presidencia imperial?

Las metáforas están cansadas. Las figuras de lenguaje que describen nuestra vida política están desgastadas por exceso de uso. México quiere moverse hacia el siglo XXI, pero las palabras y adjetivos que buscan describir este cambio se quedaron atoradas en el siglo pasado. Las referencias al Presidencialismo Imperial parecen más una falta de creatividad analítica, que un esfuerzo auténtico por describir el reacomodo de los equilibrios políticos.

Durante 12 años, los mexicanos nos quejamos de una institución presidencial que no podía tomar decisiones. Hoy, algunos se lamentan de exactamente lo contrario. Por tres lustros atestiguamos un Congreso con enormes problemas para ponerse de acuerdo. Ahora la queja es que los líderes de la oposición se la pasan “como ardillas”, todo el día en Los Pinos. Gustavo Madero del PAN y Jesús Zambrano del PRD están tan cerca de Peña Nieto que parecen “integrantes del gabinete”.

La elección presidencial de 2006 dejó un país fracturado por el encono. Los diputados no intercambiaban propuestas sino insultos y manotazos. La pretensión de un trato civilizado era un esfuerzo de ciencia ficción. La cortesía elemental entre adversarios políticos era noticia destacada. Si Marcelo Ebrard y Felipe Calderón se daban un saludo de mano, la imagen era motivo de primera plana. La perspectiva de un diálogo constructivo estaba más allá de las posibilidades de la imaginación. Hoy, en la opinión publicada se pueden leer testimonios nostálgicos de aquel pantano.

El presidencialismo mexicano no es un capricho de la personalidad del Ejecutivo, ni una consecuencia de la ambición personal sino un resultado de nuestra tradición constitucional. En su artículo 80, la Carta Magna se refiere al “Supremo Poder Ejecutivo”. No existe una deferencia semejante hacia el Legislativo o el Judicial. A México le urgía un Presidente con capacidad ejecutiva, no un reformador tibio o un nuevo administrador del statu quo. El único tema importante es que esas facultades presidenciales respeten los límites y contrapesos que impone la propia ley.

Peña Nieto ha demostrado que es un político con habilidad, pero también un hombre con mucha suerte. El bajo perfil que, hasta el momento, ha mantenido López Obrador ha permitido que la izquierda se convierta en un interlocutor constructivo del nuevo gobierno. Durante los dos sexenios panistas, el PRI se constituyó en una oposición intransigente. Esa vocación priista por el sabotaje no sólo fue por pura mezquindad, sino por el ánimo de sobrevivencia. Sin una mano firme en el timón, el apoyo a reformas ambiciosas hubiera generado peligrosas divisiones internas. El PRI no sólo demostró ser un mal partido de oposición, sino una fuerza política que sólo puede funcionar con liderazgos unipersonales. A fines del siglo XX, el PAN construyó su ascenso al poder con la imagen de una oposición seria y responsable. Ojalá que sus actuales divisiones internas le permitan a Acción Nacional honrar la memoria de aquella herencia.

El éxito político del presidente Peña no está basado en las facultades metaconstitucionales de sus antecesores priistas, sino en una frágil confluencia de acontecimientos. El Pacto por México es un edificio que está cimentado en el suelo fangoso de las circunstancias. El sentido de urgencia para apurar reformas habla de un buen olfato para reconocer que los vientos a favor no duran para siempre. Las estrellas sólo se alinean en noches que ocurren muy de vez en cuando.

El Pacto por México es un triunfo del oficio que da buen nombre a la política. El mayor mérito de este ejercicio no es sólo del Presidente sino también de la oposición. Los líderes del PAN y el PRD arriesgan su capital político al recibir fuego amigo por exceso de colaboración. Hace unos días, un ex secretario del Tesoro de Estados Unidos me dijo: “Ojalá que en mi país los políticos tuvieran la misma voluntad de diálogo que hay en México”. No siempre ha sido así y no siempre lo será. Hay que aprovecharlo mientras dura.