Dos reflexiones deben desprenderse del Parlamento Abierto sobre la iniciativa de reforma energética que inició esta semana en la Cámara de Diputados: el papel del sector energético en la competitividad de México y el impacto de los cambios propuestos en las posibilidades de crecimiento y desarrollo del país.
El desarrollo no es fortuito, depende de las decisiones que tomen los países. Hoy México se encuentra en una encrucijada, cuya respuesta impactará su desempeño económico en los siguientes años.
El comercio exterior, no el petróleo, ha sido el motor de la economía mexicana las últimas dos décadas. Las entidades que más han crecido en este periodo son precisamente las exportadoras. Apostar por el crecimiento requiere incrementar la competitividad de las exportaciones mexicanas y una condición indispensable para lograrlo es garantizar el acceso a energía confiable, limpia y a precios competitivos.
El mayor éxito de la apertura comercial ha sido el sector automotriz. El crecimiento futuro de esta industria dependerá de la capacidad de las empresas instaladas en el país de adaptarse a la electrificación de la movilidad, como ya lo hace un número importante de ellas, y de la capacidad del país de ofrecer infraestructura adecuada para este cambio. Sin energía limpia, por ejemplo, es difícil que el país pueda atraer nuevas inversiones en el sector o que las fábricas ya instaladas se expandan.
Hacia adelante, fortalecer la competitividad del país va de la mano de las industrias del futuro. Es un lugar común afirmar que el futuro es digital y que los países que se adapten a la digitalización de la economía serán exitosos. Desde las granjas de servidores hasta el desarrollo de semiconductores e inteligencia artificial, la energía es un precursor fundamental para estas industrias. Los beneficios de ese futuro digital están anclados en una infraestructura eléctrica que México no podrá garantizar en caso de aprobarse la iniciativa de reforma energética.
Entonces la cuestión no es, ni tendría por qué ser, la propiedad de las centrales eléctricas, o si la Comisión Federal de Electricidad genera 54% o 38% de la energía demandada en el país: lo verdaderamente importante es quién puede generar esa energía a menor costo y con menor huella de carbono, y qué inversiones se requieren para garantizar la confiabilidad de la red.
De acuerdo con estimaciones del Instituto Mexicano para la Competitividad, de aprobarse la reforma, CFE enfrentaría entre 312 y 418 mil millones de pesos en costos adicionales durante el periodo 2022-2028. Ello, a su vez, tiene un costo de oportunidad implícito que es la no inversión en la transmisión y distribución eléctrica, dos eslabones clave para garantizar la confiabilidad del sistema, donde únicamente CFE puede invertir. El resultado es, en todo caso, un sistema eléctrico menos competitivo que no estaría en condiciones de satisfacer las necesidades de la economía actual y, más importante, del futuro digital.
Es a través de la Comisión Reguladora de Energía (CRE) que el Estado mexicano puede hacer su mejor contribución hacia un México más próspero a partir del sector energético. La rectoría del Estado está en la regulación y en el compromiso con el Estado de derecho, no en la propiedad de los fierros. La discusión relevante gira en torno a qué futuro se va a elegir para el país. Porque, en el fondo, el desarrollo es eso, una elección.
Publicado en Animal Político.
20-01-2022