Opinión

Abandonemos el barco de la ingenuidad democrática

FOTO: VICTORIA VALTIERRA/CUARTOSCURO.COM

Hay que tomarnos en serio el voto y sus consecuencias. Al respecto, G.K. Chesterton fue lapidario: “si un hombre es azotado, lo azotamos todos; si un hombre es colgado, lo colgamos todos. Éste es el único significado posible de democracia, que puede dar sentido a las dos primeras sílabas y también a las dos últimas”.

Desde luego, el magnífico ensayista inglés está hablando de la naturaleza coercitiva del gobierno, surja de donde surja, pero sucede que, en una democracia, los ciudadanos manifestamos lo que queremos y lo que no queremos para la sociedad. Al votar tratamos de imponernos desde una mayoría y aceptamos lo que ella dispone cuando nos quedamos en la minoría.

La cosa es bastante más compleja y nada nunca se decide una vez y para siempre, pero conviene no perder de vista ese hecho fundamental: al tachar una boleta nos metemos al montón, para bien, para mal y para regular.

Si llevamos la reflexión de Chesterton a terrenos menos lúgubres, hallamos que nuestro voto autoriza a que se diseñen e implementen políticas públicas o que se lleven adelante ciertas reformas a las reglas que delimitan nuestra acción y la capacidad que tiene el gobierno para meterse en nuestras vidas.

El voto, en última instancia, determina la política de seguridad, la laboral, la social, la energética, la comercial y la fiscal de nuestro país. Con él no podemos anticipar todo lo que va a pasar, pero sí quién está a cargo y cómo decide qué hacer con la fuerza y el dinero públicos.

Así como el voto de 2018 dio pie a una política de recuperación del salario mínimo, también propició el nulo avance en el combate a la pobreza extrema que contrasta con la ampliación de los programas sociales, el estancamiento en las políticas de mitigación del cambio climático, el rezago en la infraestructura energética y logística, la militarización en cuestiones esenciales de la administración pública, la construcción de elefantes blancos, los retrocesos en materia educativa y la gravísima expansión de la carencia en acceso a servicios de salud para la población.

Decía arriba que la cosa es bastante más compleja y las decisiones no se toman una sola vez ni todas al mismo tiempo. La misma democracia le pone candados, algunos más fuertes que otros, a lo que diga la mayoría. Cambiar las formas en que se hace la política monetaria, las instituciones que regulan los mercados o cuáles son las garantías individuales requiere de consensos muy amplios o de mayorías avasallantes.

Por otro lado, las decisiones nunca pueden revertirse porque el tiempo nunca va para atrás, pero también porque la inercia de lo que se echa a andar es más fuerte mientras más grande sea la disposición que se toma. Un buen ejemplo es la utilización del ejército en labores de seguridad o la apertura de la economía al comercio internacional.

También hay que decirlo: las reglas del juego democrático las han hecho quienes tienen el poder. Por eso la corrupción sigue incrustada en el sector público. No es que los políticos sean personas particularmente malvadas o distintas al resto. Si la mayoría de ellos son mentirosos en campaña y canallas en el ejercicio de la autoridad es porque pueden, porque entre esos candados que limitan a las mayorías no se han puesto muy buenos candados que limiten a los políticos.

Un elemento adicional hace muy complejo el voto libre, ese que premia, castiga y define políticas, en esta ocasión. Las organizaciones criminales controlan cada vez más territorio, donde ponen impuestos y delinean la operación de los negocios privados. Como nunca hemos visto candidatos que renuncian a su postulación sin más explicación posible que los riesgos personales que permanecer en una contienda implican.

Tomarse en serio el voto implica abandonar la ingenuidad: lo que decidimos importa y tiene consecuencias, así sea como parte del montón. Nuestras opciones le dan forma a las instituciones que nos gobiernan hoy, mañana y dentro de treinta años y de las que algo depende el bienestar y el desarrollo social. También hay que abandonar la ilusión de tener en las boletas las opciones que cada quien quisiera y las condiciones más favorables para decidir.

Vale la pena desearle una digna jornada electoral a nuestra sociedad -me parece mucho mejor que una impostada y aturdida fiesta democrática- con otra reflexión de Chesterton: “tanto hombres como mujeres deberían enfrentarse más francamente a las cosas que hacen o provocan; enfrentarse a ellas o dejar de hacerlas”.

Publicado en El Economista

29-05-2024