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Consecuencia insospechada

El exceso de pesimismo es una variante de la ceguera. El catastrofista crónico es un daltónico que no distingue tonos grises, ni matiz alguno. Todo tiempo presente tiene color de hormiga. Todo futuro es una oportunidad infinita para que las cosas se pongan peor. El tema de la transparencia gubernamental provoca casos severos de fatalismo miope. Sin embargo, el mal no es incurable. Basta un sincero ejercicio de memoria histórica para despejar las cataratas que nublan la visión.

En 1968, después de la matanza del 2 de octubre, jamás hubo un número oficial de muertos. En el terremoto de 1985 en la Ciudad de México, el gobierno tampoco dio una cifra clara de víctimas. En las elecciones presidenciales de 1988, nunca se supo el resultado de un alto porcentaje de las casillas. Cuando estalló la crisis financiera de 1995, el Banco de México no tenía el mandato u obligación de revelar de forma periódica el monto de sus reservas. Ese México, ya se nos fue. Hay que celebrar su ausencia. La transición al pluralismo político significó una serie de cambios fundamentales en la vida política de nuestro país.

Sin embargo, el optimismo desmesurado es un vicio conductual de los tontos. Las soluciones a los problemas del siglo pasado se han convertido en los desafíos y los dolores de cabeza del presente. En 1997, cuando el PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, los legisladores del PAN y el PRD asumieron un reclamo justo de aquel momento histórico: los gobernadores estatales no tenían dinero. La abundancia o bancarrota de las arcas estatales dependía de un guiño presidencial y del visto bueno de la burocracia federal. La construcción de una magna obra de infraestructura en alguna entidad de la República dependía de las gestiones, ruegos y antesalas que hiciera su respectivo gobernador. La discrecionalidad y falta de transparencia del gobierno federal con las autoridades estatales provocó una rebelión federalista. Parafraseando a Joaquín Pardavé, en una película que dirigió Julio Bracho: Qué tiempos aquellos, Señor Don Simón, en que los gobernadores no tenían dinero. El surgimiento de una República de virreinatos fue una consecuencia insospechada de la exigencia de que el presidente de la República empezara a rendir cuentas.

Hoy los gobiernos estatales representan un bastión importante de opacidad. La semana pasada se hizo público que durante el mandato de Humberto Moreira, Coahuila reconoció ante la Secretaría de Hacienda una deuda por 8 mil millones de pesos. Sin embargo, la cifra real de créditos contratados asciende a cerca de 31 mil 900 millones. El gobierno de Coahuila logró esconder del escrutinio público dos terceras partes de la deuda que tendremos que pagar los coahuilenses y el resto de los mexicanos. De cada peso que gasta el gobierno estatal, más de 90 centavos provienen de transferencias federales.

A pesar de este elocuente ejemplo, es imposible afirmar que los gobiernos estatales tengan el monopolio de la falta de transparencia. Hoy los programas federales de subsidio tienen criterios asimétricos de rendición cuentas. Con el programa Oportunidades de combate a la pobreza se puede encontrar un detallado padrón de beneficiarios, mientras que para el Fondo PYME no hay información para saber cómo se han gastado miles de millones de pesos del presupuesto.

El bastión más sólido de la opacidad en México no son ni los gobernadores, ni los alcaldes, ni mucho menos el gobierno federal. Los partidos políticos y las cúpulas de los sindicatos públicos tienen el cochambroso privilegio de ser las instituciones más obscuras de la vida nacional. Doña Elba tiene la singularidad de ser dueña de un partido político y de un sindicato que tiene más afiliados que la población total de un estado como Campeche. Del tamaño de su poder deriva su fama y buen nombre. En el México del siglo XX, el señorpresidente sólo le rendía cuentas a la historia y a sí mismo. Una consecuencia insospechada del cambio político es que ese privilegio hoy le corresponde a una maestra.