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El evangelio revolucionario

Con cariño y tristeza a la memoria de Daniel Lund.

La Revolución Mexicana no es una religión monoteísta, pero su narrativa tiene algo de dogma, fervor y culto. El judaísmo, la cristiandad y el islam comparten entre sí varios elementos teológicos, que encuentran un eco en el episodio nacional que celebramos este fin de semana. La biblioteca pública de la ciudad de Nueva York ha montado una excelente exposición sobre las coincidencias que hermanan al trío de religiones que son descendientes de la fe de Abraham. Hace 3 mil 700 años, este pastor nómada tuvo la convicción teológico-revolucionaria de que había un solo Dios. En una época en que se adoraba a ídolos de barro, becerros y un largo etcétera de deidades de reparto, el monoteísmo fue un profundo cambio en el paradigma religioso. Abraham es venerado como un patriarca, hombre de fe o profeta en el trío de credos que se fundaron bajo su innovadora idea.

La Revolución Mexicana reniega de la propuesta de Abraham y abraza las convicciones politeístas de las religiones primitivas. En los templos de nuestra guerra civil se exalta el espíritu de héroes contradictorios: terratenientes como Francisco I. Madero y campesinos sin tierra como Emiliano Zapata, un bandolero como Francisco Villa y un abogado como Luis Cabrera. Tal vez la contradicción más paradójica del canon revolucionario es que varios de sus héroes se mataron entre sí: a Zapata lo acribillan las fuerzas de Venustiano Carranza y a este oriundo de Cuatro Ciénagas se lo ajustician los leales de Álvaro Obregón. El santoral de la Revolución celebra el mismo día a los asesinos y a sus víctimas.

¿Si no es un dogma monoteísta, en qué se parece la Revolución a un credo espiritual? Los judíos, cristianos y musulmanes tienen la convicción de que la presencia divina fue revelada, en distintos momentos, a ciertos individuos o grupos de personas. Para los judíos, Dios le entregó a Moisés la Torah en el Monte Sianí. Para los cristianos, el nacimiento milagroso de un niño judío en Nazareth implicó el alumbramiento del Mesías y el portador de la palabra sagrada. En el Islam, Mahoma, originario de la Meca, es el elegido que recita el mensaje divino, según los dictados el arcángel Gabriel.

En nuestra fe secular, la revelación revolucionaria ocurrió en San Antonio, Texas. Desde esta ciudad norteamericana, Francisco I. Madero lanzó la proclama del Plan de San Luis, donde le solicita al pueblo de México que se levante en armas en contra del gobierno de Porfirio Díaz. En la epístola de San Luis, Madero deja entrever que invocar a la Revolución implica despertar los demonios desbocados de la anarquía y la violencia. En el punto tres de la profecía maderista, se advierte: “Para evitar hasta donde sea posible los trastornos inherentes a todo movimiento revolucionario, se declaran vigentes… todas las leyes promulgadas por actual administración y sus reglamentos respectivos…” Estos trastornos inherentes que preocupaban a Madero acabaron en cerca de un millón de muertos. En el censo de 1910, México tenía 15.2 millones de habitantes. Por la guerra civil, el siguiente censo, en 1921, dejó un saldo de 14.3 millones de personas. La moraleja más perversa del evangelio revolucionario es que esa masacre fue una partera del progreso. De acuerdo con el misal revolucionario, esa factura de sangre fue el precio que pagó México por entrar al siglo XX. La exaltación heroica de la rebelión violenta como motor de cambio aún resuena en el discurso de algunos políticos y movimientos sociales.

Nuestra fe revolucionaria también fundó su iglesia. Hoy los guardianes del dogma detienen el cambio en nombre de esta fe. La tarea inconclusa de modernizar a México jamás será terminada sin la obra de herejes y apóstatas que cuestionen el dogma de este evangelio.