Artículo

El gobierno va de shopping

Dicen que el amor es eterno mientras dura. A diferencia del sentimiento romántico, nuestra política fiscal ni siquiera dura dos primaveras consecutivas. Desde el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, en un mismo sexenio, no habíamos tenido dos años seguidos sin cambios en las disposiciones sobre el pago de impuestos. En 40 años, México no le ha logrado atinar a una política fiscal de largo plazo. Como un radio viejo que no logra sintonizar las frecuencias del cuadrante, nuestra política fiscal se mueve constantemente para encontrar la estación donde la música se escuche sin distorsiones.

La política fiscal no puede estar escrita sobre lajas de mármol. La compleja realidad económica es más voluble que los cambios del clima. Las previsiones financieras del gobierno se tienen que adaptar a fenómenos impredecibles como el alza de los precios del petróleo por la guerra en Libia. Sin embargo, la política fiscal en México padece de un trastorno bipolar. Un año creamos el IETU, otro le subimos un punto al IVA y al siguiente queremos ajustar la tasa de ISR.

En la pasada década de los noventa, uno de los debates nacionales más intensos exigía la concreción de una reforma electoral definitiva. Se daban avances graduales para la creación de la credencial de elector o un IFE ciudadano, pero no se lograba un marco legal estable, que fuera útil para garantizar la serena continuidad del sistema electoral mexicano. México tuvo reformas electorales en 1990, 1993 y 1994. Finalmente, en 1996, se logró un cambio profundo donde el gobierno abandonó la organización de las elecciones. Esa decisión fue el cimiento de una reforma electoral definitiva… al menos por una década.

La inestabilidad de nuestras reglas para pagar impuestos tiene consecuencias sobre las decisiones de inversión, ahorro y gasto de millones de personas y empresas. La ausencia de un horizonte claro genera inhibición a la hora de realizar inversiones de largo plazo. El primer paso para construir una reforma fiscal definitiva es responder a dos preguntas: ¿qué quiere hacer el gobierno con el dinero de la sociedad?, y ¿cómo se lo gasta? Una vez que están claros los objetivos y mecanismos del gasto es más fácil determinar las necesidades del presupuesto.

¿Para qué quieren el dinero? Para esta pregunta hay tantas respuestas como ideologías y apenas tengo un artículo dominical para cerrar los argumentos. Prefiero centrarme en la segunda pregunta: ¿cómo se lo gastan? Aquí también la contestación es de opción múltiple, pero hay un hecho contundente: cuando las compras de gobierno ocurren en condiciones de opacidad y en un entorno de baja competencia es muy probable que haya corrupción y desperdicio de recursos públicos.

El IMCO, en equipo con la Comisión Federal de Competencia y la OECD, ha diseñado un nuevo índice para medir la calidad de las leyes de adquisiciones y arrendamiento de gobierno en nuestro país. Esta métrica permite comparar la forma en que las reglas de compras públicas inhiben o promueven la competencia en la provisión de bienes y servicios a la autoridad. Por ejemplo, en el estado Chiapas, la legislación permite que el gobierno pague hasta un sobreprecio del 10% por adjudicar el contrato a una persona o empresa de origen chiapaneco. En aras de engordar las rentas de algunos proveedores locales, la ley de compras chiapaneca incentiva a pagar precios más altos. Este índice de leyes de compras de gobierno busca convertirse no sólo en un referente nacional para medir la calidad de estas reglas, sino en un producto mexicano de exportación que la OECD pueda aplicar para todos sus países miembros.

¿Cómo vamos a tener una reforma fiscal definitiva si las propias leyes de adquisiciones y arrendamientos sirven como incentivo y parapeto para desfondar al erario público? Un verdadero cambio de fondo en las finanzas públicas debe comenzar por modernizar las normas y sistemas de compras de gobierno.