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El pacto de Los Pinos

En ocasiones infrecuentes, los astros se alinean en una simetría perfecta. Por unos instantes, el caos del cosmos forma una ordenada coreografía entre soles, planetas y lunas. Lo mismo puede ocurrir en la política. Intereses diversos convergen en un instante donde se ensancha el espacio del consenso. Los acuerdos impensables en el último ciclo solar se vuelven compromisos posibles mientras se coordinan los incentivos y las estrellas.

En los próximos seis años, Enrique Peña Nieto encontrará un par de enormes desafíos en dos atributos fundacionales de nuestra Constitución: la democracia y el federalismo. Primero, la democracia tendrá que demostrar que es una forma de gobierno capaz de tomar decisiones. De igual importancia habrá que transformar al federalismo mexicano en un diseño funcional para distribuir el poder y las responsabilidades de gobierno.

Al presidente Felipe Calderón sólo le queda el ocaso de su mandato para matizar el juicio de que su sexenio fue un prolongado operativo policiaco. Después de la debacle electoral y ahora que su partido será tercera fuerza en el Congreso, el gobierno panista tiene la enorme oportunidad de avanzar reformas que fueron intransitables durante todo el sexenio. Vaya paradoja. En su momento de mayor debilidad política, Felipe Calderón tiene el mejor contexto para impulsar una ofensiva legislativa.

En la transición a la democracia en España, los históricos Pactos de la Moncloa se construyeron en una negociación que ocurrió entre las elecciones del 15 de junio y la firma de los acuerdos el 25 de octubre de 1977. Cuatro meses y 10 días fueron suficientes para sentar las bases de la España moderna. México tiene el tiempo y las circunstancias para lograr un consenso semejante. Sólo falta asegurar una dosis de ambición histórica y estatura política para forjar el Pacto de Los Pinos.

Enrique Peña Nieto acaba de presentar tres iniciativas para enfrentar la corrupción, transparentar la relación con los medios de comunicación y fortalecer el derecho al acceso a la información en estados y municipios. Las tres propuestas están alineadas con uno de los problemas más importantes de la democracia y la economía mexicana: la opacidad y discrecionalidad en los ayuntamientos y gobiernos estatales. Si nuestras autoridades locales no gastan mejor el presupuesto, no habrá reforma fiscal que nos alcance para darle viabilidad a las finanzas públicas. Si el dinero tiene más fuerza que el sufragio efectivo para determinar el saldo de una elección, siempre habrá la tentación de desviar recursos del erario como medio para preservar el poder.

Antes que reinventar el hilo negro, lo ideal sería fortalecer las instituciones que se dedican a vigilar el uso correcto de los recursos públicos. La Auditoría Superior de la Federación es el organismo clave para la rendición de cuentas en México. Una reforma de fondo a la ASF debería concentrarse en tres puntos: 1) autonomía institucional, 2) mayores capacidades de sanción y 3) facultades más amplias de fiscalización en los tres niveles de gobierno. El primer paso consiste en permitir que la ASF tenga autonomía institucional plena y se aleje de la esfera de influencia de la Cámara de Diputados. Al igual que el IFE o el Banco de México, la ASF podría quedar como una entidad de fiscalización superior con rango constitucional y separada de la estructura de los tres poderes.

Asimismo, la ASF debe tener dientes filosos. Hoy la ASF depende de la cooperación de otras dependencias de gobierno para aplicar sanciones, recuperar fondos y llevar a la justicia a funcionarios deshonestos. La tercera medida sería darle a la ASF la facultad de auditar las participaciones de impuestos federales transferidas a estados y municipios. Hoy este órgano sólo está facultado para fiscalizar los recursos etiquetados para educación, salud o seguridad que se entregan a las entidades. El Pacto de Los Pinos debe abarcar otros rubros e instituciones, pero a esta pluma ya se le acabó la página.