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Fuero a la negligencia

“Hemos violado la Constitución”. A confesión de parte, relevo de pruebas. El diputado Emilio Chuayffet reconoció haber participado en una violación tumultuaria de nuestra Carta Magna. Los legisladores han faltado a su obligación de nombrar a la terna de consejeros del IFE. El proceso electoral comenzó oficialmente hace más de dos semanas. Los cargos llevan vacantes casi un año.

La moraleja más importante de la elección presidencial de 2006 fue que una democracia joven necesita de instituciones electorales muy sólidas. La polarización de los ánimos postelectorales requiere de un árbitro firme y sereno. Si hoy fueran las elecciones, un priista sería el próximo presidente de la República.

¿A quién creen que ayudan los legisladores del tricolor al pretender designar por aplanadora a los nuevos consejeros del IFE? Sólo hay algo peor que las cuotas partidistas en el IFE: un escenario donde un solo partido se agandalle todas las posiciones disponibles del órgano colegiado. El conflicto postelectoral marcó la infancia y adolescencia del gobierno de Felipe Calderón. La discordia en San Lázaro está saboteando la gobernabilidad de su sucesor. La morosidad de los diputados pone en riesgo la estabilidad política del país.

El mayor problema es que esta indolencia legislativa no conlleva ningún costo, ni sanción, para Chuayffet y sus colegas. Los diputados no tendrán que rendirle cuentas a nadie sobre su propio desempeño. La función del Congreso es ser un contrapeso de la voluntad presidencial. ¿Quién es el contrapeso de un poder que puede violar la Constitución, sin enfrentar ninguna responsabilidad individual o colectiva? No es casual que los mismos diputados que han fallado en su obligación de nombrar a los nuevos consejeros del IFE sean los opositores más feroces a la reelección legislativa. ¿Para qué molestarse con rendir cuentas a los ciudadanos si su futuro profesional está garantizado con la sumisa obediencia a sus patrones políticos? Como lo demostró

Jorge Kahwagi, diputado y presidente de Nueva Alianza, los legisladores no tienen incentivos ni para presentarse a trabajar en estado de sobriedad.

Los parámetros de comportamiento profesional de un diputado serían intolerables para un empleado del sector privado. ¿Cuántos minutos te tardarías en perder tu empleo si te presentas borracho a una junta de la empresa? ¿Podrías posponer por un año la designación de una persona con una responsabilidad clave para el funcionamiento del negocio? ¿Tu jefe te toleraría que archivaras tus pendientes más urgentes en el cajón de los asuntos olvidados? La ausencia de reelección legislativa es un diseño institucional que garantiza un fuero a la negligencia. Uno de los rasgos fundamentales del viejo sistema político era que el Presidente no le rendía cuentas a nadie, más que a la historia y a sí mismo. Hoy el Congreso es un poder que no rinde cuentas, ni de sus dineros, ni de su apatía por transformar a México.

María Amparo Casar acaba de publicar un estudio sobre el uso del presupuesto de la Cámara de Diputados. Su conclusión no deja lugar a interpretaciones: “el ejercicio del gasto…sigue siendo alarmantemente discrecional y opaco y otorga a los coordinadores parlamentarios un poder inusual no sólo por los recursos a los que tienen acceso sino por la laxitud para distribuirlos”. El poder que ha sido incapaz de reformar a México, también ha fracasado en su empeño de reformarse a sí mismo.

Un amigo que despacha y cobra en San Lázaro me reclamó que le gritara “¡Diputado!” cuando lo encontré en un aeropuerto. Su respuesta fue contundente: “¿Qué te hice yo? No me digas así. El cargo sólo dura tres años, pero la reputación es para toda la vida”. Mientras los diputados no rindan cuentas a los ciudadanos, el cargo y la institución serán un fardo de oprobio.