En los tiempos que corren es común escuchar a los economistas decir que las instituciones importan para el desarrollo de los países. Incluso podríamos decir que es una frase de moda. Tal asunto se debe, al menos en parte, a los ganadores del premio en memoria de Alfred Nobel recién anunciados: Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson (AJR).
Aunque a muchas personas les disgustan las modas discursivas, hay que reconocer que no son gratuitas, por eso en mis tres colaboraciones previas de este espacio traté de resaltar tal importancia institucional en diferentes aspectos, y de hecho en una mencioné el último libro que escribieron Acemoglu y Johnson.
Lo que más se comentará en estos días es un trabajo en particular de los autores: el libro Por qué fracasan los países: Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza que, así como les dio fama y reconocimiento, sigue siendo fuente de debate y controversias tanto por sus métodos como por su objeto de estudio (los resultados del colonialismo), lo cual en mi opinión resalta su interés. También se aprovechará para hablar de las instituciones mexicanas y sus cambios en las décadas recientes.
En esta ocasión me gustaría comentar algo sobre la economía institucional, la tradición intelectual en que se inscriben AJR, sobre todo por la importancia que ha cobrado en los últimos treinta años y porque la economía, nos guste o no, es una de las disciplinas con más influencia en el diseño y desarrollo de políticas públicas desde hace casi un siglo.
Antes de entrar en la economía institucional, si nos quitamos el miedo a las generalizaciones, podemos afirmar que la economía neoclásica, que ha dominado el campo desde la segunda mitad del siglo XX (aunque su influencia creció sin parar desde finales del XIX), estudia el funcionamiento de los mercados.
El supuesto básico del lado de la demanda es que los consumidores tenemos ciertas preferencias, nos gustan y buscamos más unas cosas que otras y, dados los recursos limitados que tenemos, elegimos entre los bienes y servicios disponibles, que a su vez son relativamente más o menos escasos.
En resumen: dado que tenemos posibilidades limitadas y lo que podemos comprar es más o menos escaso, hacemos lo mejor que podemos para estar lo más contentos posible. Vamos de vacaciones, nos vestimos y comemos de acuerdo con esas preferencias y esos límites.
Por el otro lado, en la oferta, a los productores les pasa algo similar: procuran maximizar los beneficios que pueden obtener de su proceso productivo, dentro del que tienen limitaciones tecnológicas, de recursos y costos, en un entorno más o menos competitivo (algunos con poder monopólico y otros con toda la competencia imaginable). Con productores y consumidores haciendo lo mejor que pueden, los precios reflejan tanto la escasez como las preferencias por los bienes y servicios que se producen.
Para la economía institucional, si bien el funcionamiento de los mercados es importante, lo fundamental está en su formación, lo que implica entender de dónde salen las preferencias de los consumidores y las tecnologías con que se producen los bienes y servicios, puesto que no surgen por generación espontánea ni en el vacío, sino que se enmarcan en toda una serie de códigos, restricciones, reglas –escritas o no, explícitas o implícitas–.
No se trata, como piensan muchos, de simplemente incorporar las instituciones en el análisis tradicional, algo que la economía neoclásica intentó con teorías como la elección pública, los derechos de propiedad o el análisis económico del derecho, sino de estudiarlas por sí mismas, en su génesis, sus cambios y sus implicaciones.
Gustav von Schmoller, uno de los principales representantes de la escuela histórica alemana, decía al inicio del siglo XX que “el estudio del órgano y de la institución es, para el conocimiento del cuerpo social, lo que el conocimiento de la anatomía es para el cuerpo físico”. Para él, la economía que se centra en los precios y la circulación de mercancías es “como una fisiología de los humores económicos, que no está precedida por una anatomía del cuerpo social”.
Este espacio no basta para describir con suficiente justicia a las diferentes escuelas institucionalistas, para eso prefiero recomendar la lectura del breve y completo resumen que ofreció Bernard Chavance en el libro La economía institucional, editado en español por el Fondo de Cultura Económica. Pero sí me parece importante una distinción general de perspectivas, que se refleja bien en los trabajos que desarrollaron Thorstein Veblen y John R. Commons en las primeras décadas del siglo XX, dentro del primer institucionalismo estadounidense.
La visión crítica que Veblen tenía del estudio de la economía se reflejó también en su estudio de las instituciones. Consideraba el cambio institucional como un proceso evolutivo, una secuencia de causas acumuladas pero que no necesariamente iba a producir siempre algo mejor, pues como plasmó en su famosa obra La clase ociosa: “El estado actual de las cosas constituye a las instituciones del mañana […] y, de este modo, modifica o refuerza un punto de vista actual o una actitud mental heredados del pasado”. En suma, las instituciones rara vez tienen brincos hacia adelante, pues están condicionadas por las voces e ideas del pasado.
Commons, por su parte, estaba en la búsqueda de un capitalismo razonable, y en su estudio de las instituciones se interesó por el proceso de cambio deliberado. Su interés no era el equilibrio automático de los neoclásicos, sino el equilibrio gestionado. No la selección natural, sino la selección artificial, el diseño de las instituciones. Al análisis de mercancías, trabajo e intercambios, se añadió el conflicto, la dependencia y el orden.
Varias décadas después, en una especie de síntesis de varias escuelas, y en particular del pensamiento que se resume en Veblen y Commons, surgió la Nueva Economía Institucional, que para empezar es un avance en formalizaciones teóricas, pero que además pone el énfasis en la “elección” organizacional. ¿Qué tanto se debe dejar a los mercados y qué tanto a las jerarquías en lo que toca a diversas transacciones? ¿Qué tipo de jerarquías deciden sobre ellas? Sin remedio, conviven las persistencias del pasado con las ideas de lo nuevo.
En su discurso de aceptación del primer premio Nobel de economía entregado a un representante de la economía institucional, Douglass North dijo, en 1994, que “las instituciones no son necesariamente creadas con miras a ser socialmente eficaces, más bien son creadas –al menos las reglas formales–, con la finalidad de servir a los intereses de quienes detentan el poder de negociación al momento de crear nuevas reglas”.
Quizás en el párrafo anterior se condense la verdadera importancia de la economía institucional. La formación de los mercados y, por lo tanto, la distribución de la riqueza y el ingreso, están íntimamente relacionadas con la distribución del poder y las formas que adquiere en la historia. Para algunos esto es una simpleza o una obviedad de la ciencia política, otros piensan que es marxismo renovado y otros más piensan que es al contario, que es liberalismo colonial. Me parece que la mera diversidad de opiniones refleja que la economía institucional es otra cosa.
Otros dos premios Nobel se entregaron a representantes de la economía institucional: uno a Oliver Williamson y otro a la politóloga Elinor Ostrom, ambos en 2009, aunque su trabajo no fue en conjunto. Los tres galardonados de este año se unen a esa breve pero relevante lista.
Aunque los métodos, modelos, objetos de estudio y conclusiones son diversos, es innegable la importancia de los códigos y las normas de comportamiento formales, informales, las que requieren años y las que requieren siglos para variar, y su estudio seguirá siendo relevante mientras las sociedades y las ciencias existan. Creo que los mexicanos, sobre todo menores de cincuenta años, estaremos de acuerdo.
Publicado en El Economista
16-10-2024