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El fiasco de la Línea 12. ¿Por qué no podemos hacer las obras bien?

Gabriel Tarriba

El espectacular fiasco de la línea 12 del Metro capitalino (la llamada “Línea Dorada”, que la semana pasada cerró por al menos seis meses 12 de sus 20 estaciones para corregir el daño estructural prematuro a las vías férreas), ha vuelto a poner de manifiesto las enormes dificultades que tiene el Estado mexicano para hacer bien –en costos, tiempos y calidad- casi cualquier obra pública. También ha vuelto a evidenciar que, una vez detectadas las fallas, al Estado le cuesta mucho trabajo comunicarle a la sociedad cuál fue su causa y garantizar que no se vuelva a repetir.

El caso de la L12 es particularmente notorio por varias razones: primeramente, porque su falla dejó, de la noche a la mañana, a 175 mil personas sin acceso al modo de transporte más rápido, eficiente y barato que hay en una megalópolis en la cual transportarse suele ser una pesadilla. Para los habitantes del sur de Iztapalapa y el poniente de Tláhuac, el cierre de la L12 se ha traducido en un deterioro súbito de su calidad de vida. Era el único modo de transporte público razonablemente moderno que existía en esa zona, que no había sido consentida por el gobierno capitalino con segundos pisos, Supervías o líneas de Metrobús.

Pero el cierre de la L12 también es de relevancia nacional por otra razón: se trata posiblemente de la obra pública más costosa de la historia de México, con una inversión total de poco más de 26 mil millones de pesos financiada conjuntamente por el gobierno federal y el gobierno del Distrito Federal (GDF). Como se puede ver en la gráfica abajo, el costo de la L12 supera por un amplio margen al resto de las obras emblemáticas de infraestructura de los últimos años –incluyendo proyectos que están en construcción, como el Túnel Emisor Oriente (la obra de drenaje más importante de los últimos 40 años) o la Planta de Tratamiento de Aguas Residuales de Atotonilco (que será la más grande América Latina).

 

Las inversiones públicas más caras de los últimos años. Fuente: IMCO con datos del GDF, CFE y los Planes Nacionales de Infraestructura 2001-2006, 2007-2012 y 2013-2018.
Las inversiones públicas más caras de los últimos años.
Fuente: IMCO con datos del GDF, CFE y los Planes Nacionales de Infraestructura 2001-2006, 2007-2012 y 2013-2018.

Sin embargo, no es necesario pensar en obras grandes para darnos cuenta del gran problema que tenemos: no podemos hacer las obras bien. Por una razón u otra, las obras casi nunca se llevan a cabo conforme a lo planeado. Pensemos en obras básicas y rudimentarias, como la pavimentación de calles y la construcción de banquetas: ¿por qué seguimos siendo un país de calles plagadas de baches, grietas, ondulaciones y demás elementos indeseables e inexplicables de la topografía vial? El estado de este tipo de infraestructura física, la más visible y menos sofisticada que existe, es un indicador fiel de la calidad de los gobiernos que tenemos. Si nuestros gobiernos no pueden convertir nuestros impuestos en calles y banquetas lisas y seguras, ¿qué esperanza hay de que puedan realizar proyectos más complejos con éxito, como crear sistemas de transporte público de excelencia?

El escándalo de la L12 le explotó en las manos al gobierno del Distrito Federal y tendrá que rendir cuentas al respecto junto con el gobierno federal, que cofinanció la inversión. Es un tema de muy alta visibilidad mediática porque se trata de una enorme obra, cuyos problemas afectan a cientos de miles de personas en la capital. Sin embargo, lo acontecido con la L12 no es cualitativamente distinto de lo que ocurre cada semana con obras –de todo tamaño- realizadas en cualquier otra ciudad o municipio del país. Un común denominador de los gobiernos del país es su incapacidad para realizar obras que cumplan a cabalidad con parámetros de tiempo, costo y calidad. En el colmo de la irresponsabilidad, los gobiernos del país llegan a realizar obras inservibles: en 2008, el gobierno de Coahuila tuvo que demoler el Distribuidor Vial Revolución de Torreón, una obra vial de 200 millones de pesos con serias fallas estructurales a tan sólo 3 años y medio de inaugurada.

Cuando una obra pública se hace mal, casi nunca hay responsables. En los hechos, nadie está obligadoa rendir cuentas. Una obra mal hecha suele ser el resultado de la incompetencia técnica, la negligencia o la corrupción (o más bien una mezcla de los tres). Pero rara vez hay consecuencias al mal uso de los recursos públicos. Hoy en día, para los proyectos financiados con dinero del gobierno federal, lo más grave que puede suceder es que la Auditoría Superior de la Federación fiscalice el gasto, identifique irregularidades y emita observaciones y “solicitudes de aclaración”, una vez al año. Por ejemplo, en su Informe del Resultado de la Fiscalización Superior de la Cuenta Pública 2011, la ASF señaló irregularidades en la construcción de la L12 del Metro (como el hecho de que no se cumplió con la normativa de accesibilidad para personas con discapacidad). Pero los reportes de la ASF no acarrean consecuencias legales.
Para el caso del gasto de los gobiernos estatales y municipales, la rendición de cuentas es aun más débil. Un estudio reciente del IMCO y la Universidad de Guadalajara sobre órganos de fiscalización superior (auditorías superiores locales) en México concluyó que los órganos de fiscalización superior de los estados carecen de la autonomía y atribuciones necesarias para convertirse en garantes del buen ejercicio del gasto público. La incipiente separación de los poderes ejecutivo y legislativo al nivel estatal dificulta la labor de las entidades de fiscalización (que son órganos auxiliares del poder legislativo).

El fiasco de la L12 del Metro ha generado un enorme problema para la calidad de vida de cientos de miles de personas, y dañado seriamente la credibilidad del gobierno capitalino, que hace apenas unos meses había prometido un mejor servicio a cambio de una mayor tarifa. Sin embargo, en términos institucionales lo sucedido con la L12 es un síntoma de una enfermedad generalizada del Estado mexicano, que le impide gestionar y ejecutar correctamente casi todo tipo de proyectos de infraestructura.

Hasta que no existan consecuencias a la negligencia, incompetencia o corrupción de funcionarios que desperdician el dinero de la sociedad (al incumplir con los parámetros de tiempo, costo y calidad), historias como la de la L12 del Metro (o la Estela de Luz, o la Biblioteca Vasconcelos, o el Distribuidor Vial Revolución de Torreón, o la banqueta mal hecha de afuera de nuestra casa) se seguirán repitiendo. Y correremos el riesgo de que proyectos de magnitud aún mayor, como el nuevo aeropuerto para el Valle de México o los trenes DF-Toluca, DF-Querétaro y Transpeninsular (que costarán casi 100 mil millones de pesos) se conviertan en fiascos todavía mayores. El Estado mexicano está obligado a garantizarle a la sociedad que el dinero que nos quita vía impuestos, (que en 2014 representa una cuarta parte de la riqueza producida en México) se gaste adecuadamente en proyectos que eleven el bienestar. Hasta ahora no ha cumplido con ello.

Publicado por Animal Político 
18-03-2014