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Estados Mafiosos

Moisés Naím acuñó el título de este texto para definir a los países o territorios donde la autoridad no sólo detenta el poder político, sino también tiene el control de las organizaciones criminales. La plena comunión entre el gobierno y la mafia pone toda la estructura del Estado al servicio de la prosperidad de los negocios ilegales. Naím no se queda en la definición conceptual y aporta ejemplos concretos: Bulgaria, Myanmar y Venezuela son tres naciones donde jueces, legisladores y altos funcionarios del Ejecutivo son miembros activos del mundo de la delincuencia. En un país federal, que tiene varios niveles de gobierno y capas de soberanía, el crimen organizado puede penetrar las instituciones políticas de una región sin hacer metástasis en todo el territorio nacional.

Cuando se escriba la historia completa de los años de sangre y miedo que ha vivido México, el estado de Tamaulipas deberá aparecer como una de las zonas cero de la explosión de violencia. Esta entidad, en la esquina noreste de la República, es el epicentro de la crisis que viven sus vecinos al oeste y al sur. Los problemas de seguridad en Nuevo León y Veracruz no se pueden explicar sin la gangrena institucional que padece su vecino estatal. En palabras de Alejandro Hope, “Tamaulipas es nuestro Afganistán”, un foco regional de desgobierno que contamina de riesgos e inestabilidad a toda la región.

En un estado fallido, las libertades individuales empiezan a retroceder conforme avanzan las licencias y facultades de los grupos criminales. En el 2010 se hizo público que las negociaciones de una serie de secuestros en Tamaulipas se llevaban a cabo en oficinas notariales. Las familias de las víctimas no tenían dinero en efectivo para pagar el rescate, pero las potestades notariales resolvían el problema de falta de liquidez. Los secuestradores aceptaban como botín algún terreno o casa para el pago del rescate. La “legalidad” del traspaso quedaba validada con el sello y registro del notario. Otros secuestros se resolvían con información confidencial de las cuentas bancarias de las víctimas: “Usted tiene tantas decenas de miles de pesos en una inversión a plazos que vence la próxima semana. Cuando tenga el efectivo le devolvemos a su pariente”. No es posible saber si los notarios y los funcionarios bancarios eran cómplices directos o actuaban bajo presiones y amenazas. En un estado fallido a veces es muy complicado distinguir entre los secuaces y las víctimas. En 2011, nuestro Afganistán cerró como la entidad con primer lugar en secuestros, por 100 mil habitantes, en toda la República.

Los sucesivos mandatos de Tomás Yarrington y Eugenio Hernández transformaron a Tamaulipas en una catedral de la impunidad. En 2010, Rodolfo Torre Cantú, candidato del PRI a gobernador, murió asesinado a unos días de las elecciones. Ese cínico arrojo de los criminales sólo se puede entender en un contexto donde ellos son los que imponen su ley. Durante meses, los rumores en contra de ex mandatarios tamaulipecos se presentaban como una estrategia del gobierno de Felipe Calderón para desprestigiar a sus adversarios políticos. Sin embargo, las acusaciones de la DEA y la Fiscalía para el Distrito Sur de Texas han confirmado que el sonido del río era consecuencia del ruido del agua.

Alguna vez un exgobernador del tricolor me confió: “El peor pecado que puede cometer un gobernador del PRI es perder una elección”. Bajo esa lógica Yarrington y Hernández fueron mandatarios eficaces, cuya única métrica de éxito fueron los saldos de las urnas. Desde el gobierno o la oposición, el PRI aún tiene que marcar una línea para determinar qué comportamientos resultan tolerables a cambio de ganar elecciones y preservar el poder político. La firmeza con que se defina esa frontera entre lo aceptable y lo inaceptable determinará la distancia entre el futuro de México y el porvenir de los estados mafiosos.