Artículo
19 Diciembre, 2011
El duelo de los argumentos
Su pluma era un objeto punzocortante. Su tinta mezclaba el arsénico con la sosa cáustica. Un tumor en la garganta apagó la voz de uno de los provocadores intelectuales más importantes de la lengua inglesa. Esta semana falleció el autor anglosajón Christopher Hitchens. Uno de los rasgos esenciales de la democracia es la posibilidad de cuestionar a cualquier tipo de autoridad. Esa fue la vocación principal de Hitchens. Sus preguntas incómodas cimbraban la soberbia de personajes que ejercían el poder desde el púlpito, el gobierno o los medios de comunicación. El Hitch, como le decían sus amigos, no dejaba títere con cabeza, monarca con corona o santo en el altar. La prosa de sus dardos tuvo como objetivo a la Madre Teresa de Calcuta, la familia Clinton, la realeza británica y el fervor religioso en todas sus formas y presentaciones.Su afán por la controversia no se limitaba a la página escrita. Su vida cotidiana era una procuración incesante de la polémica. En una cena con amigos en el restaurante de un club de golf en Florida, famoso por su tradición antisemita, Hitchens revisó el menú con cierto desdén. Después le exigió al mesero, en un alto tono de voz, que por favor le diera la lista de platillos kosher para esa noche. Al llenar una forma burocrática del gobierno de Estados Unidos, le exigieron que especificara su origen racial. Después de desechar las opciones Blanco, Afroamericano, Latino y Asiático, Hitchens escribió: raza humana. Un policía notó que la forma no estaba “bien” llenada y le ordenó que escribiera Caucásico. A los cual Hitchens respondió: “No tengo vínculo alguno con el Cáucaso y no estoy de acuerdo con estas añejas categorías etnográficas”. Después de tener el mismo pleito en varias ocasiones, un día descubrió que la forma para cubrir ese trámite burocrático ya no exigía la autodefinición de raza.